/ Gustavo Arango
En una pintura atribuida a Brueghel se ve un paisaje costero donde la vida transcurre sin novedad. En primer plano hay un labriego, más allá se ve un pastor con la mirada hacia el cielo, luego hay una bahía: un pescador absorto, embarcaciones, una cueva en un islote, montañas y una ciudad distante. El cuadro se llama La caída de Ícaro y hay que mirar con atención para notar las piernas chapaleantes de un hombrecito que se hunde en el mar. El hecho de que nadie preste atención al hombre en el agua revela la intención irónica. Hoy en día lo griego es más insignificante que el Ícaro de Brueghel. Ávidos de novedades, olvidamos que lo nuevo es lo que llegó primero.
Un sueño me puso en el camino de los griegos. Buscaba entre libros un ejemplar de Filóctetes y no tuve tranquilidad hasta encontrarlo. Convencido de que los sueños traen señales, salté de la cama a resolver el enigma. Primero encontré la tragedia que Sófocles escribió cuando era octogenario. Es una de las pocas obras suyas que se conservan completas y es la referencia más extensa que nos queda de Filóctetes. Cuando se habla de los griegos y de Troya, hay nombres que vienen a la memoria de inmediato: Héctor, Aquiles, Ulises. Poco se habla de Filóctetes, a pesar de que el triunfo habría sido imposible sin su ayuda. De su vida perduran los años de dolor en una isla solitaria.
Cuando los griegos iban para Troya se detuvieron a hacer sacrificios a Apolo. Allí Filóctetes recibió una mordedura de serpiente y la herida empezó a despedir muy mal olor. Por iniciativa de Ulises, decidieron deshacerse del enfermo en una isla. Allí pasó Filóctetes diez años en condiciones miserables, con dolores terribles, sobreviviendo con la ayuda del arco que heredó de Hércules. El relato del abandono de Filóctetes lo cuenta Homero en la Ilíada. Sófocles muestra el regreso de los griegos, porque un adivino les ha dicho que sólo podrán conquistar Troya si Filóctetes se une a la batalla. Ulises recurre a Neoptolemus para sacar al desterrado de la isla con mentiras. Pero el joven tiene simpatía por el enfermo, lo conmueve su dolor insoportable, y decide ponerse de su lado. Sólo una intervención divina (Deus ex machina) permite que el resentido solitario acceda a luchar al lado de los troyanos.
En La herida y el arco, la única reflexión que el siglo 20 nos dejó sobre Filóctetes, Edmund Wilson sugiere que la obra apunta a que toda superioridad humana tiene nexo directo con la enfermedad. Salvo una adaptación de Chapman y un drama de André Gidé (donde representa la soledad del artista), Filóctetes está más ignorado que el Ícaro de Brueghel. Lo curioso es que su drama es el más común de los dramas que los griegos nos dejaron. Todos arrastramos heridas que nos separan de los otros. Por mucho que sea el ruido que busquemos, vivimos aislados. Como al Filóctetes de Sófocles, la soledad nos vuelve crédulos, nos hace vulnerables, nos obliga a humillarnos. Cuando al fin llega el momento de salir de nuestro encierro, una mezcla de orgullo y de miedo nos lleva a aferrarnos a nuestros propios males. Filóctetes insiste en recordarnos que detrás de todo ser que se distingue hay heridas dolorosas e islas muy solitarias.
Oneonta, noviembre de 2012.
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