/ Gustavo Arango
Cuando empiezo a sentirme como el Ismael de Moby Dick, que miraba con atención melancólica –y quizá esperanzada– los desfiles funerarios, suelo recurrir a mis amigos escépticos para curarme. Cioran es uno de ellos. Basta buscar sus contundentes aforismos para curarse de vanas ilusiones, para instalarse tranquilos en esa nada fugaz que es la conciencia de estar vivos. Schopenhauer es otro.
Esta semana decidí conversar con don Arturo Schopenhauer. Empecé riendo un rato con sus ideas sobre las mujeres. Me divierte pensar que hay damas que se ofenden con lo que dijo el filósofo alemán, sin darse cuenta de que son los elogios más certeros que se han podido hacer sobre las madres, esposas e hijas de la humanidad. Quizá la frase más difundida de Schopenhauer sobre las mujeres es aquella que las define como seres de cabellos largos e ideas cortas. Todo el mundo parece conocerla. Todo el mundo parece coincidir en que lo dicho refleja menosprecio. Pero basta pensar el concepto que le inspiran a Schopenhauer las “ideas” para entender que es un verdadero privilegio tener ideas cortas. Para él, las ideas –ese ingrediente que separa a los humanos de los animales– son las responsables de que nuestro sufrimiento sea descomunal. Sufrimos porque razonamos y somos conscientes del tiempo y de la muerte. Buena parte de nuestras vidas se va en recordar lo perdido y en anhelar lo que aún no hemos conseguido. “Tiempo” y “Felicidad”, son dos de las ideas que nos esclavizan.
En una ocasión Schopenhauer dijo que sólo en Londres había 81 mil prostitutas, refiriéndose al número de mujeres casadas. Muchas mujeres siguen tomando afirmaciones como ésa para criticar al genio de Danzig. Lo que pocos se han detenido a considerar es que la crítica no apunta a las mujeres, sino a la sociedad –machista, por supuesto– que inventa instituciones que degradan y disfrazan esa degradación. Admito que he sido tendencioso a la hora de elegir las citas de Schopenhauer. Reconozco que hay frases suyas difíciles de defender. Pero un poco de misoginia no le queda mal a nadie de vez en cuando. La prueba es que las mujeres son las mayores misóginas y, si ellas son así, si ellas –que de verdad perciben lo que pasa– actúan de ese modo, por algo será.
Pero mi charla con Schopenhauer no se quedó en el inagotable tema de las mujeres. Al leerlo esta semana tenía un interés especial: comprobar si era cierto que defendió alguna vez el suicidio, como sostienen algunos. Su ensayo sobre el suicidio empieza con unos planteamientos estremecedores. Dice, por ejemplo, que la biblia, en ninguna parte, ataca el suicidio. Schopenhauer lo presenta como un acto de soberanía personal. Afirma incluso que no debemos saludar a nuestros semejantes con títulos honorarios o con nombres, sino decir simple y llanamente: “Buenos días, compañero de presidio, colega de sufrimiento”. Y que no hay que reprochar a nadie por renunciar al sufrimiento.
Todo eso, quizá, es lo que ha contribuido para que muchos vean a Schopenhauer como un abogado del suicidio. Pero limitarse a esos argumentos es hacer una lectura equivocada. Pues son los antecedentes de una conclusión determinante. En mi opinión, Schopenhauer jamás defendió el suicidio, defendió la libertad de pensar en él, la de considerarlo una alternativa. Pero lo descartó rotundamente cuando dijo que suicidarse es hacer una pregunta metafísica y no quedarse para saber la respuesta a esa pregunta.
Oneonta, febrero de 2013
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