Noticia de un Esperador
/ José Gabriel Baena
Tengo un amigo, etéreo monje suelto de una comunidad española y artista-pintor en puro estilo bizantino, que cada mes ha de sufrir en carne propia las absurdidades terrenales. Vive en una casita diminuta en el suroeste antioqueño en medio de un bosque que le otorgó ad-eternam un millonario filántropo. Solía tener una salud a prueba de todos los “embates de Satanás”, pero desde hace tres años debió afiliarse a una de las EPS más poderosas del país (dicen), debido a la caída infortunada de un andamio que le jodió gravemente la “columna”. Cada mes debe venir a la ciudad a renovar un miserable papel por medio del cual un misterioso “comité científico” aprueba que le entreguen: a) cada mes, 30 pastillas de una droga X; y b) cada tres meses, 90 píldoras de otra sustancia más costosa. Dejemos que mi amigo “El Esperador”, como él mismo se ha bautizado, cuente sus penurias: “Ya sabes que debo viajar a Medellín el último jueves de cada mes en el primer chivero que sale del pueblo, para tratar de llegar a mi EPS a las 7 a.m., lo cual casi nunca se cumple pues siempre hay problemas en el camino. Llegando sólo unos minuticos atrasado, después de coger un taxi a las volandas desde la terminal, a las 7:15, delante de mí, atentos a los ficheros electrónicos que asignan los turnos de atención, siempre hay ya más de 100 madrugadores apoltronados si es que puede decirse, mejor, apretujados en incómodas sillas de plástico, cuando ya les han dicho por un altavoz: ‘El sistema está caído. Sólo atendemos manualmente Laboratorio. Quienes quieran esperar hasta que se arregle el daño…. Los demás, deberán volver mañana’. Se oye un rumor de disconformidad becerril que pronto se apaga. Yo, que llevo dos años en esto y que ya me bauticé como ‘El Esperador Desesperado’, busco una única silla al fondo y desenfundo mi amada camándula. Algún día atenderán, me digo. A veces sucede que muchos abandonan mientras pasan dos, tres horas, y de pronto brilla o suena una luz de esperanza: ‘Quienes vengan a renovar fórmulas, hagan una fila en la taquilla cuatro’. Ahí voy yo, Desesperado Esperador. Ya me conocen por mi eterna sonrisa y mi sotana corta de ciudad. ‘Padre, qué pena con usted que siempre le pasa esto, ojalá le tengamos lista su ordencita de drogas para mañana’. Más sonrisas filisteas. Ya sé que será para mañana, como siempre en dos años. Ya es casi mediodía, mi amigo el cronista de este espacio me ha invitado a almorzar y me dará alojo esta noche. A él le toca cada vez lo mismo, en diferentes días de la semana. Y cada mes nos toca ir juntos a la Gran Central del Demonio, digo yo, en Almacentro. Allí se reúnen multitudes de hasta 900 almas con escasos cuerpos, a que les resuelvan sus asuntos: mi amigo y yo, por ejemplo, debemos reclamar dos drogas que ‘por ser tan costosas sólo las podemos entregar aquí’. -’Sí, señorita’”-.
Un ambiente de sombría opresión fascista reina en el recinto. El timbre y campanilleo de las taquillas son incesantes, no se sabe por qué si de cada diez taquillas sólo dos están atendiendo. “Así debe ser en el Infierno”, le digo a mi monje amigo. “No te preocupes” –dice-, si supieras de las filas más infinitas aún de los idiotas que creen que van para el cielo…”
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