Sobre los prejuicios
/ José Gabriel Baena
En una reciente columna en el suplemento literario La Jornada Semanal de México la escritora Verónica Murguía disecciona el asunto de los prejuicios humanos, esos mismos que son los que mueven la máquina cerebral a cambiar las cosas, generando a su vez otra montaña de nuevos prejuicios. Es decir, los prejuicios no son “malos” sino más bien benéficos. Y la gente que presume de no tener prejuicios sobre ninguna cosa es la más peligrosa e hipócrita de todas. Voy demasiado rápido, busquemos la definición de prejuicio en el viejo diccionario Larousse: “Actitud de ordinario afectiva, adquirida antes de toda prueba y experiencia adecuadas, y que se manifiesta en forma de simpatía o antipatía frente a individuos, grupos, razas, nacionalidades e ideas, pautas e instituciones”. En esta definición ya hay un principio de prejuicio, ensaye el lector a contravenirlo. En Colombia los prejuicios abundan, como también en todas partes. Ejemplos: “Los pastusos son el pueblo más idiota del país”; “Los costeños no progresan porque los hombres sólo se levantan a pescar un par de horas a la madrugada, y las mujeres van a los patios traseros, o al monte, por una docena de plátanos. Y de eso viven: pescado frito y plátano asado, y el ron que rumba sobre un mundo inmóvil”. El anterior prejuicio me parece sumamente verdadero, así como creo que frases proverbiales como “los antioqueños son el pueblo más verraco y trabajador de Colombia” son de una completa pendejada. Ampliemos: En una pequeña ciudad de la provincia española de Antioquía que tiene el curioso nombre de “Las Fronteras Invisibles”, situada por allá lejos cerca del mar pero no tanto, el gran orgullo para mostrar a los forasteros en tiempo de Navidad anticipada proclamada por la alcaldía son los llamados “alumbrados”; el burgomaestre acaba de declarar filosóficamente, ojo: “La luz es uno de los cuatro elementos de identidad más fuertes que tiene la ciudad, junto con las montañas, los ríos y las quebradas, además de las flores”; y “el hecho de que la gente tenga la percepción de que está bien iluminada genera confianza y sale a las calles… la luz es un instrumento que permite vivir el espacio público, aumentar la seguridad e incluso disminuir la violencia”. Con estos prejuicios debería ser obligatorio que el alumbrado de Navidad dure todo el año, pero entonces perdería su eficiencia y habría que buscar una nueva herramienta de hipnosis colectiva. En la república a que pertenece esa ciudad su presidente quiere a su vez “decretar por decreto” el fin de la guerra civil que lleva más de 65 años. Dice: “Todo está dado para el fin del conflicto”. Ante esto, es de justicia citar una simple frase del tenebroso director del FBI durante varios decenios, Edgar J. Hoover: “Los comunistas siempre mienten”. ¿Y será que los columnistas siempre mentimos? Por eso es deber inapelable del escritor expresar, aunque sea con letra más pequeña: “El autor no asume ninguna responsabilidad por las afirmaciones de sus personajes, que sólo existen en su imaginación”. En su artículo mexicano, la columnista Murguía concluye: “Eso sí: me quedan ciertos prejuicios que creo justificados. A saber: los políticos no son como nosotros. Son mentirosos, manipuladores, codiciosos y cínicos. Y a ver quién me saca esa idea de la cabeza”. Juzgue usted.
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