En días donde guardar silencio no pareciera una opción, la valoración del “no sé” como respuesta se cotiza al alza.
Hace poco, mientras salía de trabajar, escuché la siguiente conversación en el ascensor. Un hombre, de unos 40 años, aconsejaba a su compañera en el que aparentaba ser un diálogo fraterno y cariñoso: “Escúcheme bien. En una reunión uno no puede decir nunca que no sabe. La próxima mejor se hace la loca, opina algo similar a lo que digan sus compañeros o me da la razón a mí; luego, cuando se termine, va y busca en Google. Pero hay que aprender a no quedar en ridículo con nadie”. Ella, de unos 28 años, validaba el diálogo con pequeños asomos de afirmación.
Aplaudo el interés investigativo que quería despertar el hombre; pero, es la esencia de esta conversación la que califico de desastrosa: vivimos tiempos donde decir “no sé” resulta similar a un delito.
Cuando era pequeña mi papá jamás atendía de mi parte respuestas como “no me gusta”, sin antes asegurarse de que conociera los procesos. Todo lo que negociábamos era un “no sé”, réplica que, luego de una inmersiva experiencia, podía cambiar, siempre con opiniones. Me llevó a ver una corrida de toros, a comer cuanto animal extraño encontrara del mar, a conciertos de música clásica. Luego, cuando consideraba que había lugar a un diálogo, volvía a preguntar, “¿qué piensas ahora y dime por qué?”
De esas acciones aprendí a no opinar sin antes tener conocimiento de lo que estaba hablando. A no tenerle miedo a decir “no sé” o “no conozco”. Y a preguntarme todos los días por mi humildad. Esa tercera, a veces se derrumba entre los demonios del ego, tan aplaudidos y necesarios, pero tan descontrolados que a veces se nos olvida que no estamos solos.
Decir “no sé; pero aprendamos juntos”, es hoy una de las frases que más pronuncio. Sin vergüenza alguna lo hago en reuniones y en espacios académicos.
Impresionada, y sin la mínima intensión de ser un baluarte de esos de la moral que tanto detesto, veo, en cambio, cómo la opinión desaforada e imprudente pareciera ser el pan de cada día. La opinión por encima de los hechos, sobre el no sé, la opinión más fuerte que cualquier faceta de la verdad. Agonizante, la ignorancia que tanto nos ha dado y que nos regala la inquietud para querer construir y aprender algo nuevo, se paga entre los gritos del ímpetu opinador y desmedido.
En las reuniones laborales, todos creen saber de todo… los expertos en educación, cultura, salud, feminismo y hasta maternidad pululan por todas partes y cada que hay una noticia, sea esta de economía, política o ciencia; de asesinatos, robos o visitas extranjeras, todos tenemos algo para decir.
No estaría de más emprender un movimiento a favor de los “no sé” puros, los “no” argumentados y de la ignorancia como un camino que abre más puertas que cualquier consulta en Google.