Colombia, por desgracia, está en el “top 3” de asesinatos de defensores ambientales:
a 24 personas se les arrebató la vida el año pasado por proteger nuestro bienestar.
La protección del ambiente es equivalente al cuidado de la vida: la supervivencia y el bienestar de la sociedad son posibles gracias a las contribuciones que nos hace la naturaleza y, por ende, en la búsqueda de la prosperidad debemos relacionarnos de manera cuidadosa y respetuosa con nuestro entorno ecológico.
Como se menciona en un reporte del URG (Universal Rights Group), sin ecosistemas sanos no hay vida digna pues “no es posible disfrutar plenamente de los derechos humanos, incluyendo (el derecho) a la vida, la salud, la comida, el agua y una vivienda digna, en un medio ambiente degradado”.
Aunque la responsabilidad ecológica es compartida, no es común encontrar a alguien que participe activamente en la defensa de la naturaleza. Por eso es tan necesario proteger a quienes lo hacen: son personas que velan por un futuro colectivo próspero y digno, poniendo incluso en riesgo su vida. El 2017, según Global Witness, fue el año con mayor número de asesinatos de defensores ambientales. La mayoría de estos crímenes ocurrieron en América Latina, con Brasil a la delantera (el nuevo presidente no pinta un panorama alentador), y Colombia, por desgracia, está en el “top 3”: a 24 personas se les arrebató la vida el año pasado por proteger nuestro bienestar.
Detrás de los números hay nombres, que a su vez encarnaban vidas: a Adelina Gómez Gaviria le dispararon a muerte en septiembre de 2013 por su resistencia a la minería ilegal, y Hernán Bedoya fue asesinado por protestar contra los cultivos de banano y de palma de aceite. Hay gente valiente, como Jakeline Romero, que sigue adelante y dice: “Te amenazan para que te calles. No puedo permanecer en silencio frente a todo lo que le está pasando a mi gente. Estamos luchando por nuestras tierras, por nuestra agua, por nuestras vidas”.
Con las palabras, acciones efectivas
Resulta frustrante que el gobierno colombiano no haya firmado el Acuerdo de Escazú, un esfuerzo por fortalecer la democracia ambiental en América Latina y el Caribe, garantizando: i) los derechos de acceso a la información ambiental, ii) la participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales, y iii) el acceso a la justicia en asuntos ambientales. En palabras del secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, el acuerdo “tiene por objeto luchar contra la desigualdad y la discriminación y garantizar los derechos de todas las personas a un medio ambiente sano y al desarrollo sostenible”.
A pesar de que el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible promovió la adopción de este acuerdo, la Cancillería no ha dicho por qué no lo firmó, ni cuándo tiene pensado hacerlo (o si no lo hará). El presidente Iván Duque, que ha declarado con vehemencia su compromiso con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), tampoco se ha pronunciado. Es necesario que las declaraciones del presidente sean respaldadas con acciones efectivas en materia ambiental. ¿Será congruente con su discurso entusiasta y hará que el Acuerdo de Escazú se firme e intentará que se ratifique? ¡Todavía hay tiempo!
Queda la pregunta: ¿por qué se desaprovechó la oportunidad que se tuvo a finales de septiembre para firmar el acuerdo? Es cierto que la legislación colombiana, al menos en el papel, es sólida. Pero cuando de ver la realidad se trata, el país pierde el examen. No es sensato entonces pensar que, por contar ya con algunos instrumentos de democracia ambiental, el acuerdo en cuestión sea innecesario. Al contrario: es indispensable para que la defensa del ambiente y de la vida pase de las palabras bonitas a las acciones concretas.