¿Cuál es la opción? ¿Ignorarlos y confiar en que en poco tiempo proseguirán su camino hacia el sur -o regresarán a casa- y desaparecerán para siempre de nuestra vista?
Al principio eran noticias lejanas, el éxodo de venezolanos no se veía muy diferente a otros éxodos recientes en el mundo, como los muy conocidos de Siria y de diferentes regiones africanas. Tan conocidos, que ya no impresionan, ya cansan. Cansan a los medios, cansan al público, se vuelven paisaje.
Veíamos fotos de multitudes sin cara y sin nombre, agolpándose en las fronteras o quizá en sitios de atención a refugiados. Amontonados de manera imposible en embarcaciones naufragadas o a punto de serlo.
Pero ya no, ya las noticias son cercanas, ya nos tocan a la puerta, entran casi hasta nuestra sala y alcoba. Ya distinguimos rostros y expresiones, ya esas miradas nos penetran.
Son cada vez más los semáforos de Medellín con venezolanos de toda edad y condición rogando en silencio y con mirada perdida cualquier colaboración de los conductores. En algunos casos, blandiendo sus niños de brazos como demostrando que son familia y que son ellos los más urgidos de algo de comer.
¿Cuántos kilómetros caminados, cuántas noches a la orilla de las carreteras, cuánta lluvia y frío soportados?
Ya sabemos bien que en los cruces viales es preferible no dar limosnas, bajo el argumento de que enseñamos a la gente a pedir. O porque, si son niños, están controlados por una mafia que se queda con lo recogido.
¿Y entonces? ¿Ignorarlos y confiar en que en poco tiempo proseguirán su camino hacia el sur -o regresarán a casa- y desaparecerán para siempre de nuestra vista?
O, tal vez, ¿brindarles algo de comida para que puedan paliar levemente el hambre que se nota vienen aguantando desde hace días o meses? ¿O unos pesos para pagar una mísera pieza esta noche? ¿Y esa generosidad, quizá podría atraer más y más personas en la misma condición, por si a ellas también les toca?
Son preguntas sin respuesta fácil. Por ahora, lo más probable es que el problema aumente. ¿Qué deben hacer las autoridades, entonces? ¿Permitirles estar y pedir, o acosarlos para que no incomoden a los habitantes de esta ciudad que trata de ser orgullosa y altiva? ¿Recogerlos en un centro de refugiados donde puedan dormir, asearse y comer? ¿Y quién debe pagar por esos servicios, el sector público (es decir, todos nosotros) o fundaciones privadas?
¿Y por qué preferirlos a ellos por encima de los indigentes locales, que viven aquí legalmente desde siempre y que es obligación del Estado cuidar de ellos?
¿Y qué pasará cuando muchos de estos inmigrantes se integren a los cinturones de miseria por falta de opciones y sus hijos caigan en el vicio o en la violencia?
Entretanto, ¿Maduro, Delcy, Diosdado, realmente, íntimamente, piensan que todo esto es un montaje y que sus compatriotas son actores pagados por el imperio y la oligarquía bogotana? ¿Y creerán de verdad que los colombianos estamos migrando por miles hacia Venezuela para encontrar oportunidades?
Y lo más importante, ¿cuándo cambiará esto? ¿Quién heredará la catástrofe en Venezuela y cuánta migración adicional se generará?
¿Todas estas personas, con nombre, apellido, rostro, y sueños aplazados, algún día regresarán a casa y reconstruirán sus vidas?
¿Y nosotros nos quedaremos todo ese tiempo mirando?