Tras la caída del muro de Berlín, en Alemania; y la posguerra en Francia, los jóvenes indignados en los dos países encontraron en el grafiti una forma de manifestar su rechazo a esas sociedades por medio de un arte clandestino.
Por: Tomás Molina
Mayo de 1968 marcó la historia de los parisinos. Los movimientos que iban en contra de la sociedad de consumo se afianzaron durante la posguerra por medio de huelgas, protestas y manifestaciones lideradas por estudiantes y sindicatos. El aerosol fue clave para los jóvenes manifestantes franceses.
Ese contexto convulsionado fue el escenario perfecto para difundir sus ideas de protesta por medio del graffiti. Fue en esta época en la que, la reconocida frase de “prohibido prohibir” se extendió por muros y fachadas de diferentes edificaciones de la ciudad luz.
Ese sentimiento de rechazo se fue extendiendo, en los siguientes años, a otros países de Europa como un elemento de expresión ideal para los movimientos contraculturales.
En 1961, Alemania fue dividida en dos: Occidental y Oriental. Los habitantes se encontraron con un enorme muro de 120 kilómetros que separó familias y amigos.
Las gigantes placas de cemento y la fuerte vigilancia oficial impuesta impedían el cruce de un lado para el otro. Hasta la caída del muro se contabilizaron 5 mil fugas a Occidente, 192 personas muertas por disparos y 200 heridas.
Luego de la caída del Muro de Berlín, la noche del jueves 9 de noviembre de 1989, sus restos se convirtieron en verdaderos lienzos para el arte urbano y los grafitis. Las marcas con aerosol fueron uno de los medios de expresión política favorita de los jóvenes que habían sido reprimidos por el autoritarismo, por eso se caracterizaron por sus mensajes irreverentes.