Medellín
El primer libro que tengo memoria haber comprado con dinero propio -más preciso sería decir por iniciativa propia, porque el dinero era siempre de mi madre- fue Panfleto contra el Todo, de Fernando Savater, en una edición de Alianza Editorial. El autor y el texto llegaron a mí gracias a cierto azar. Aún hoy guardo el libro en mi biblioteca que era, sin que pudiera saberlo en ese momento, la primera piedra de una pasión bibliófila que me ha perseguido por lo años. La historia es sencilla. A principios de los años 90 la periodista Margarita Vidal, con la asesoría del escritor Rafael Humberto Moreno, se dio a la tarea de entrevistar a los que ellos consideran eran las grandes voces de la literatura iberoamericana. Por aquel entonces, era impensable hacer maratones de series, de películas o de cualquier cosa: la televisión y el mundo iban a otro ritmo, la fórmula no estaba centrada en saciar de inmediato el deseo del consumidor sino más bien en pulirlo, en crear expectativa y enseñar a los televidentes a afilar, esa hoy extraña virtud llamada paciencia. De tal modo que recuerdo esperar con ansias cada semana, si la memoria no me falla los miércoles, para durante media hora ponerle voz y rostro a esos autores que ya había leído o empezaría a hacerlo. El programa, que hoy puede consultarse en Internet, es Palabra Mayor y en su única temporada desfilaron por él escritores de la talla de Ernesto Sábato, Adolfo Bioy Casares, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Monterroso o Cela. Y a su lado, otros menos reconocidos, Charry Lara, Uslar Pietri o Savater, que con el tiempo encontrarían su lugar en esa suerte de canon que el programa proponía y señalaba. Por mi parte, a mis quince años, envenenado de literatura, tenía el fervor y el asombro que surgen en quien desconociendo un mundo se abisma en él. Sí, había leído El Túnel, Aura, El Dinosaurio, pero la realidad es que conocimiento solo podía ser somero, no conocía bien a ninguno de esos escritores y ver aquel programa espoleó la curiosidad y me permitió, hasta cierto punto, dejar de definir mis lecturas basado en el caos y la intuición y trazar la cartografía de unos autores y de unas obras indispensables en nuestra lengua.
Así, armado de un lista de autores y de libros que hice mientras veía el programa, la mañana de un sábado llegué hasta una librería que quedaba en Junín justo al frente del edificio Coltejer y de los famosos teatros, la Nueva. Eran tiempos difíciles el narcotráfico aterrorizaba y sus estragos retumbaban por toda la ciudad. Tal vez, porque de todos los entrevistados Savater era el único que no conocía, quise comenzar por él. Esa vez, di un largo rodeo por el lugar, miré las novedades, espié desde lejos una tertulia literaria que siempre estaba ahí, y luego vencí mi timidez y fui por el ansiado libro. Recorrí los estantes sin afán, apellido por apellido, un estremecimiento me recorrió cuando vi el único ejemplar que quedaba de Panfleto contra el todo. Es difícil explicar el regocijo que, a lo largo de mi vida, me produce comprar ciertos libros, pero si tuviera que hacerlo, el origen sin duda, está en ese momento y en ese lugar. Busqué al librero como si llevara, que llevaba, un tesoro en la mano. Cuando escuché el precio el hombre debió advertir la mueca de desconsuelo y de terror que cruzó mi rostro. Valía, si mal no recuerdo, seis mil pesos y yo estirando mi presupuesto apenas llegaba a la mitad, entendí que así quedaban sepultadas mis intenciones de iniciar mi propia biblioteca. Apesadumbrado, me apresuré entonces a devolver el libro y antes de que lo hiciera el librero me llamó y me dijo que había consultado con su jefe y que podía llevar el libro por ese dinero. Así compré mi primer libro amparado en la generosidad del propietario y del libreo de la Nueva. Volví muchas veces, incluso años después, cuando la cerraron, si mal no recuerdo en el 2015, fui al remate que hicieron y compré libros por comprarlos por el placer de tenerlos, por ayudar a sus dueños a recuperar algo con esa venta final, por gratitud.
Ahora que pienso en retrospectiva en esa anécdota, entiendo que durante aquella época en la que el miedo nos gobernaba, esa librería inmensa, tapizada de ejemplares del piso al techo, a la que se podía ir como si fuera una biblioteca, solo por el placer de leer, sin sentir vergüenza por no tener dinero para comprar, en la que siempre había un tinto, era un lugar para resistir, para mantener a flote a esa otra Medellín que las bombas y la muerte intentaban derrumbar. Era, en fin, un lugar para combatir la violencia atroz que se movía por la calles y marcó el rumbo de las generaciones venideras, incluida la mía. En esa y en otras librerías como La Continental, se gestaba nuestra esperanza y la ciudad, en silencio, desde esos libros que muchachos como yo leían o compraban, a veces a precio de ganga, se resistía a morir.
Buenos Aires
Hacer una taxonomía de las ciudades revelaría su ingente variedad. Las hay de todas clases y para todos los gustos: épicas, históricas, salvajes, densas, planas, estrechas, crueles, nerviosas, ofuscadas, chicas, agrestes, dóciles. Una galería infinita en la que cada urbe es siempre primero el reflejo de quienes las soñaron pero poco a poco consolida la génesis de su propia mitología, el impredecible designio de lo eterno. Sin embargo, solo unas pocas tienen la capacidad de sugestionarnos, de existir en nosotros mucho antes de existir: más que conocerlas las intuimos, sabemos que podríamos caminarlas de extremo a extremo, con los ojos vendados, sin extraviarnos y con total precisión.
Continuará…