Algunos juegos infantiles nos pusieron por primera vez sobre la mesa el sentido de la palabra verdad. El que más recuerdo es la verdad o se atreve, reconocido en otros lados como verdad o truco o verdad o reto. Este último es incluso el título de una pésima película de terror.
El juego consistía en escoger entre decir una verdad, ante los ojos de un juzgado de curiosos, o usar el atrevimiento para protegerse de la verdad no dicha.
Fueron muchas las verdades que este juego me arrancó de niña. La de los besos no dados, los viajes no hechos y los libros leídos. También unos cuantos bofetones, atrevimientos a los que era necesario sucumbir para proteger algún secreto o alguna identidad. Muchas fueron las verdades y pocos los atrevimientos. Siempre he sido cobarde.
Pienso en ese juego en días donde el heroísmo triunfa sobre la verdad. Ahora los juegos no se centran en desvelar lo velado, sino en demostrar ante la muchedumbre que somos muy capaces, que podemos decirle lo que pensamos al que sea en su cara y en discernir en público esperando los halagos de aquellos que piensan como nosotros, también los rechazos porque creemos que eso nos hace más fuertes e independientes.
Nos sentimos valientes al saber que contradecimos al otro aún sin conocer qué es lo que verdaderamente pensamos o está pasando, desinformados incluso. Somos heroicos y no certeros. Una bonita copia de pensamientos actuales vendidos en Temu como espectáculo.
No atreverse no es una opción. Tienes que hacerlo. Pretender buscar lo que es verdadero o hacer de la verdad un pacto social y filosófico, no es un camino. Hay que atreverse, atreverse por acción y obligación.
“Porque el que no actúa también hace algo que lo convierte en culpable en la Tierra”, .
diría Stefan Zweig en ese pequeño pero necesario libro Los ojos del hermano eterno
En esa vida de influencers que todos queremos llevar, en esa guerra de atrevimientos, en ese prestigio sin evidencia, todo termina siendo bueno y válido. En la misma lógica en la que todo está mal. Depende de los ojos que te miren. Estamos llenos de conjeturas trilladas y de jueces que acomodan sus miradas, sentencias y pronósticos (porque ahora también pronostican) a creencias del instante y del segundo que pueden cambiar con la rapidez de un atardecer en la playa. Nosotros también somos esos jueces. Yo soy un juez más.
¿Qué necesitamos para que las convenciones sociales de la verdad tengan un rumbo curioso y sano? ¿Cómo lograr acuerdos colectivos que al menos nos pongan sobre la mesa en qué creer y defender así pensemos diferente? ¿De qué manera observar el mundo sin necesidad de atrevernos por encima de todo y a pesar de todo? ¿Cómo combatir el heroísmo para que la verdad ceda su paso?
Tal vez un cambio de juego podría funcionar. Podemos intentar con quién es quién o construir un nuevo universo de palabras con Scrabble, ambos podrían al menos lograr lo que logran los buenos juegos de mesa: acercarnos, mirarnos de cerca. Volviendo a Zweig y su pequeño libro:
“¿Cómo puedes saber qué es verdadero y qué es falso si lo miras todo desde lejos, pues en tu saber tan solo te nutres de las palabras de los hombres?”.