La publicación del Informe Mundial sobre Drogas 2025 de la ONU —que sitúa a Colombia como el país con más del 67 % de los cultivos de coca en el mundo y principal productor de cocaína—, el atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay y la reciente denuncia sobre un supuesto plan de derrocamiento del Gobierno con la participación del excanciller Álvaro Leyva, devuelven al país a una atmósfera política y social que se sentía superada. La intriga y el miedo volvieron a estar a la orden del día mientras el Gobierno parece operar desde una realidad paralela, con la idea delirante de una Asamblea Constituyente y sin responder al deterioro de la imagen de Colombia en el exterior ni a sus consecuencias: el aislamiento político, el eterno fantasma de la desertificación y la rebaja en las calificaciones de riesgo para inversionistas.
Aunque no es nuevo leer titulares que ratifiquen al país como el principal productor de cocaína a nivel global casi anualmente, resulta tan triste como alarmante confirmar el fracaso mayúsculo de la política antidrogas del Gobierno Nacional y además ver al presidente, sus ministros y copartidarios, compartiendo tarima con los criminales que más daño le han hecho a Medellín en un evento que disfraza a la impunidad de paz y que proyecta, ante el mundo, una imagen de connivencia del Ejecutivo con las instituciones criminales que operan en la región.
Y si tampoco lo es leer sobre la violencia en todo el territorio nacional —evidenciando nuestro altísimo nivel de tolerancia al hostigamiento a líderes sociales y a ciudadanos —los colombianos más jóvenes no teníamos presente el miedo que acompaña noticias como la del atentado contra Miguel Uribe, que demuestran que no hay garantías para hacer oposición política y que asustan a todos los colombianos y a la comunidad internacional sobre las condiciones en las que se van desarrollar las próximas elecciones en el país.
Petro parece haber encontrado la fórmula para que Colombia pierda la escasa reputación de país en paz que recién estaba construyendo tras la firma de los acuerdos con las extintas FARC. Perdidos él y sus colaboradores cercanos en la idea de reformar la constitución, o en presionar a los demás poderes públicos con decretos y el fantasma de una nueva carta magna, el gobierno del cambio está patentando el método para debilitar la institucionalidad y devolvernos esa imagen de “estado fallido” que reflejó, en su momento, una pérdida del control militar y político del Estado en todo el territorio, pero que se superó con el trabajo de actores públicos y privados que creyeron Colombia.
El Ejecutivo entendió que perder es cuestión de método y parece que su estrategia es la de perder estrepitosamente en todas las esferas, llevándose por delante casi tres décadas de trabajo desde que el consenso entre los colombianos nos entregó una Constitución Política que, a su manera, permitió firmar el mejor acuerdo de paz posible y comenzar un nuevo capítulo para el país. Ese pacto ha sido, hasta hoy, el dique que contiene a un presidente empeñado en hacer de la derrota su legado histórico.