Los primeros meses del año, los árboles que rodean mi casa son hotel para algunos pájaros que vienen del norte. Migrantes que son bienvenidos por un clima generoso. Por aquí he visto pasar reinitas de fuego y reinitas trepadoras, zorzalitos de Swainson y hasta un picogrueso pechirrosado –una belleza escasa que no se deja ver por más de un día–. Me gusta identificarlos, seguirlos, observarlos. Me maravilla imaginar su viaje.
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Este año, mi atención estuvo puesta en uno de ellos: una piranga rubra –un macho juvenil, diría el manual– con sus plumas veteadas entre rojos, naranjas y amarillos. Lo llamé “el adolescente” y aprendí a reconocer su voz. Siempre que lo oí, salí a mirarlo. Lo vi llegar todas las tardes a una rama alta del eucalipto. En las horas de sol, lo vi revolotear entre las tángaras flamígeras como si fueran su familia. Escuché su llamado tantas veces y tantas veces me pregunté si alguien de su grupo también lo estaría escuchando. Lo vi comerse algunas bayas y algunos insectos, lo vi acicalarse en la sombra y abrir sus alas en el sol. Lo imaginé siempre curioso y siempre alegre, como todo individuo joven que viaja por primera vez a nuevos mundos.
No supe cuándo fue el último día que lo vi. Pasó simplemente, como ocurre con tantas otras cosas importantes de la vida, que me di cuenta de que no había vuelto a verlo ni a escucharlo. Si lo hubiera sabido, me habría despedido, le habría deseado un buen viaje y le habría dado las gracias por elegir mi casa como hogar de paso, como refugio para descansar y tomar fuerzas. Casi cuatro mil kilómetros de aleteos en la que, creo, fue su primera migración. Qué privilegio haberlo recibido: como dice la filósofa Vinciane Despret, citando a su vez al etólogo Marc Bekoff, “cada animal es una manera de conocer el mundo”.
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Esta semana vi un mapa que muestra la migración de aves hacia el norte. Son millones que atraviesan cada noche la enormidad del océano, que se guían por las estrellas, que siguen la memoria de su especie para retornar a casa. Un mar nocturno que viaja sobre nuestras cabezas sin que podamos verlo porque va muy alto. Decir millones no es una exageración: en la noche del 15 de abril, por ejemplo, un radar meteorológico de Texas, Estados Unidos, llegó a detectar 29.596.700 aves en vuelo, según indica la herramienta BirdCast.
Veo de nuevo el mapa de estas peregrinas y pienso en mi pequeño adolescente. Quizás él estaba en esa nube inmensa de aves, tal vez lo captó el mismo radar que consulté. Lo imagino cruzando el mundo con su cuerpo de no más de 30 gramos y sus alas inexpertas, siguiendo la ruta que le indica la memoria de sus genes. Cierro los ojos y le deseo un buen regreso a casa.
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Los viajes de las aves migratorias están llenos de peligros. Las luces y las ventanas son sus peores enemigas. La contaminación lumínica de las grandes ciudades les impide ver las estrellas, que son su carta de navegación. En toda su historia, las aves han evolucionado para viajar en la oscuridad. Las luces las desorientan y las sacan del camino, los edificios iluminados son como imanes para estas viajeras que muchas veces terminan estrelladas contra las ventanas. El edificio McCormick Place de Chicago, por ejemplo, tiene un récord doloroso: la noche del 5 de octubre de 2023, mil aves amanecieron muertas alrededor del edificio, se chocaron con sus vidrios. No es una cifra típica, dicen los investigadores. Una noche “promedio” en época de migración puede representar la muerte de unas quince o veinte aves. Algo que se puede evitar apagando las luces, cerrando las cortinas o cambiando algunos cristales para que no sean trampas mortales. En otras palabras, recordando que no estamos solos en el planeta, comprendiendo que, como dice Despret, “no hay ninguna manera de habitar que no sea en principio y ante todo cohabitar”.
He leído que algunos pájaros regresan cada año al mismo lugar. Quiero pensar que lograste tu travesía, que te veré el próximo año, con tu plumaje rojo completo, orgulloso y experimentado. Si regresas, no tendré manera de saber que eres tú. Pero cuando empiece nuevamente la temporada de migración, te veré en cada pájaro que venga de visita. Así es como un pájaro se convierte en todos los pájaros. Aquí te espero, entonces, mi querido viajero. Esta también es tu casa.
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