Los paisajes de Humberto Echavarría generan un clima de facilidad, de ligereza y de alegría. Un observador pasajero puede tener la sensación de estar frente a una obra elemental que, quizá, se agota en el simple disfrute de unas formas ingenuas y el uso emotivo de los colores. Sin embargo, si no pasamos de largo frente a estos paisajes y jardines, sino que nos detenemos a contemplarlos, las pinturas empiezan a ejercer un poder de atracción que finalmente nos atrapa. Es lo que ocurre, casi siempre, cuando entramos en comunicación con el arte; pero si no nos dejamos atrapar y seguimos de largo, la obra no podrá decirnos nada.
La sensación de estar atrapados en un paisaje de Humberto Echavarría, en diálogo con la obra y con el artista, se manifiesta en múltiples inquietudes que, quizá, podemos resumir en dos temas fundamentales: por una parte, la identificación de estas pinturas como obras de arte y, por otra, las intenciones del artista al crearlas con las características que vemos en ellas.
La primera inquietud sobre la consideración de las pinturas de Humberto Echavarría, como arte, nos lleva a pensarlas con relación al contexto artístico que cada uno de nosotros conoce, porque, como es evidente, el carácter de sencillez y la apariencia de ingenuidad que percibimos de entrada nos revela que son particulares y distintas de casi todo lo habitual.
Sin embargo, percibir que algo es diferente es solo un primer paso que debemos profundizar. Porque, en efecto, cuando nos aproximamos a las manifestaciones artísticas, se impone la gran variedad de fenómenos que cobijamos bajo el concepto de arte, sin que existan límites que permitan definir unas características precisas de esas realidades que son las obras artísticas. Y la dificultad se incrementa en el contexto contemporáneo en el cual, como se ha dicho muchas veces, cualquier cosa es susceptible de ser convertida en obra de arte.

Ruptura y sensibilidad
Puestos a considerar las particularidades de las obras de Humberto Echavarría con referencia a contextos más amplios del arte, se impone el hecho de que aquí hay una ruptura sistemática de las normas que fueron la base de la tradición artística y que, al menos desde el Renacimiento, es decir, al menos desde hace 600 años, sirvieron también de criterio para definir la calidad artística de las obras.
Así, por ejemplo, no se respeta la perspectiva en profundidad, sino que se impone el primer plano que corresponde a las dos dimensiones de la tela pintada; tampoco se respetan las proporciones para crear la ilusión de una realidad coherente, sino que los tamaños son libres e incluso arbitrarios; los elementos que se presentan no se integran entre sí a través de juegos de luces y sombras sino que se recortan, independientes unos de otros. Adicionalmente, no predomina la lógica sino la sensibilidad, los colores no corresponden a la realidad, no hay preocupación por la perfección anatómica. Y podríamos seguir señalando particularidades.
Sin embargo, lo dicho basta para descubrir aquí una ruptura radical con el lenguaje histórico del arte. Nada es ingenuo ni espontáneo: es el equivalente a crear una lengua nueva y proponerla como medio de diálogo y comunicación.
Y queda pendiente una segunda inquietud, que tiene que ver con las intenciones de Humberto Echavarría. Y también aquí hay un distanciamiento con respecto a muchos intereses artísticos contemporáneos, vinculados con programas conceptuales y de intervención social. Los paisajes y jardines de Humberto Echavarría hacen recordar que Henri Matisse, uno de los más determinantes pintores del siglo XX, afirmaba que un buen cuadro debía ser como una buena poltrona: una posibilidad de descansar y de pensar, dejándose llevar por colores, formas y temas para descubrir el sentido de lo real.
El objetivo es muy profundo. Si Humberto Echavarría lo hace ver como fácil y ligero es porque ha sabido descubrir con su pintura una especie de proceso mágico que recrea la realidad.
