El papa y el planeta (y un amigo ateo)

Creo que nunca estuve cerca, de verdad, pero hace ya buen rato me distancié conscientemente de la religión y la iglesia católicas. Dudo, a veces, al decir que soy ateo porque me atrae el panteísmo como idea de que Dios no es otra cosa que la naturaleza, el universo entero —el Deus sive natura de Spinoza—, aunque eso puede ser visto más como una posición filosófica que como una religión.

En todo caso, no me considero religioso y menos un aliado de la iglesia católica. Sin embargo, no dejo de valorar aquello que puede ser positivo de una u otra religión o lo bueno que haga un representante de ella (incluyendo la católica). Este el caso del papa Francisco y su legado en los temas ambientales.

Dice Francisco (así, en presente, porque uno permanece en lo que escribe) en su carta encíclica Laudato Si’ sobre el cuidado de nuestra casa común: “Conocemos bien la imposibilidad de sostener el actual nivel de consumo de los países más desarrollados y de los sectores más ricos de las sociedades, donde el hábito de gastar y tirar alcanza niveles inauditos. Ya se han rebasado ciertos límites máximos de explotación del planeta, sin que hayamos resuelto el problema de la pobreza”. Este apartado señala, mejor que muchos artículos o libros académicos, la esencia del desarrollo sostenible. O, mejor, de su contrario: el desarrollo insostenible, ese que destruye el planeta y la sociedad. Piénsese bien en la última parte del texto entrecomillado: ¿no es inaudito que esa obra divina que son los ecosistemas se esté destruyendo despiadadamente (pues se siguen rebasando límites ecológicos del planeta como el cambio climático o la pérdida de biodiversidad) mientras que una inmensa parte de la población todavía vive en la pobreza y el hambre y, más allá de eso, la riqueza se distribuye tan inequitativamente que les permite a unos pocos ir de turismo al espacio exterior?

Casi una década después de Laudato Si’, en la exhortación apostólica Laudate Deum, Francisco invita a “acompañar este camino de reconciliación con el mundo que nos alberga, y a embellecerlo con el propio aporte, porque ese empeño propio tiene que ver con la dignidad personal y con los grandes valores”. Así, nos urge (“nos”, porque no se dirige solo a la población católica) a reconocer que la paz debe hacerse no solo entre los humanos – mensaje que dio en Colombia y que fue ignorado -, sino también con el resto de la naturaleza y nos recuerda que cuidar nuestros ecosistemas es darle belleza a la vida y nos hace más dignos de vivirla.

Hace ya unos días, un amigo, ese sí, ateo hasta el tuétano, me decía que algunas personas que cuestionan su ateísmo se molestan cuando les señala que él, sin creer en Cristo, es mejor cristiano que ellos. Yo estoy de acuerdo: él es generoso, solidario y justo; es un admirador y cuidador de la naturaleza como pocos que conozco, como si fuera un seguidor del papa Francisco (algo que no puede decirse de muchos de sus críticos religiosos). Qué bien haría el pueblo colombiano, tan católico, tan cristiano, en honrar al fallecido pontífice con una respuesta positiva al llamado a cuidar nuestro maravilloso planeta. Si no son capaces, deberían volverse ateos. Pero ateos por el estilo de mi amigo, eso sí.

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