El Retrato de Arturo Celis, de Ángel María Palomino, en el Museo de Antioquia, es una de las obras que mejor ilustra la situación en la cual se encontraba el arte en esta región en la segunda mitad del siglo XIX, cuando todavía no existía una educación artística organizada ni había aparecido la figura del artista profesional.
Seguramente tienen razón quienes consideran que el arte es una actividad necesaria, unida a la historia de manera tan esencial que nos resulta imposible imaginar una sociedad humana sin alguna forma de producción estética. Y, por eso, parecería desarrollarse por todas partes, sin las limitaciones que actualmente relacionamos con el ejercicio académico y profesional del arte. Sin embargo, no puede pensarse que el arte nace de la nada, de una manera espontánea.
El Retrato de Arturo Celis parece ingenuo y primitivo, cuando se compara con otras pinturas similares en el mismo Museo, más sofisticadas, muchas de ellas procedentes de Europa, donde los personajes más adinerados de la época se hacían retratar. Pero también la obra de Ángel María Palomino es el resultado de un largo proceso de aprendizaje, en este caso de carácter familiar y artesanal, con numerosas manifestaciones en toda la vieja Antioquia.
Surgen de aquí por lo menos dos maneras de aproximarnos al retrato de este niño. La primera, se limitaría a compararlo con los retratos que lo acompañan, para demostrar que no se ajusta a las normas clásicas; es, en efecto, la visión negativa que casi siempre se tuvo de obras como ésta, que acabaron consideradas como poco importantes y relegadas al olvido.
Pero, si en lugar de mirarlo a partir de lo que presentan otros retratos, observamos directamente el de Palomino, sus valores se nos revelan de manera positiva.
En esa dirección, el carácter en cierto sentido ingenuo y primitivo de la obra es uno de sus atractivos fundamentales, porque permite dejar de lado los artificios académicos y nos ofrece una visión más auténtica de la realidad. No se trata, en este caso, de discutir si el retrato pudiese o no parecerse más al niño Celis. Se trata de la sensación que produce de estar presente y de ser real. En otras palabras, Palomino logra producir una obra viva. Y, en definitiva, es ese –y no el dominio de los artificios académicos– el objetivo que persigue la creación artística.