Si es verdad que el único vicio es el café, últimamente no le sienta nada bien. Lo pone desatinado y colérico y megalómano. Bajo sus efectos actúa cual emperador bananero que, como Napoleón, parece haberse coronado a sí mismo y, como Luis XIV, jura que el Estado es él. Y como Trump –son idénticos desde orillas opuestas-, pretende convertirse en líder universal.
Y, como colombiano, se considera descendiente de José Arcadio: “Colombia es la tierra de los coroneles Aurelianos Buendía, de los cuales soy uno de ellos, quizás el último”. (Así, “Aureliano”, dizque se hacía llamar en el M19). Recordará, entonces, muy bien, el momento exacto en el que Úrsula, decepcionada, dice a su hijo: “Dios mío, ahora todo se sabe…, te has ido a la guerra por pura y pecaminosa soberbia”. O no. Salpicar sus discursos con frases efectistas y verdades acomodadas que embelesen a sus adoradores, es lo que le entusiasma. (“Yo a usted lo amo”, declaró frente a las cámaras, con voz trémula y blanqueo de ojos, Gustavo Bolívar, protagonizando el mayor ridículo de la historia reciente). Y siempre suscitando la atención sobre su sobrevalorada humanidad. (Para él, Colombia es el corazón del mundo y él, el ombligo de Colombia).
Ah, y manipulando un móvil que, a falta de un Mirado#2 a mano, bien le sirve para botar corriente. Mejor si son las tres de la mañana, hora de los lobos que decía el cineasta, Ingmar Bergman, hora de la verborrea que sufre el susodicho. “Dicen que por qué trino tanto: pues porque la televisión solo hace sino hablar pendejadas y mentiras de mí. Entonces me toca expresarme yo mismo”. (A yo me va mejor solito, diría otro de sus posibles ancestros, el andariego Cosiaca).
Pero no sólo en las redes le titilan las luces. Cuando, en plena lujuria del micrófono, habla del amor mamífero, de expandir la vida en el universo, de la sexta extinción de la humanidad, se le apagan. Y cuando saca al sol los trapitos sucios de su gobierno, el eclipse es total, pudimos constatarlo.
Nunca será suficiente lo que se opine del Consejo de Ministros televisado; marcó el comienzo del fin de su cuatrienio. La fractura al interior del equipo (Songo le dio a Borondongo/ Borondongo le dio a Bernabé/ Bernabé le pegó a Muchilanga…) y la falta de gobernanza, sumados a la evidencia de que las crisis del Catatumbo, la salud, la inseguridad, el orden público…, son temas secundarios, lo dejan con el astro rey quemándole la espalda.
Por fortuna, nos reveló, eso sí, que al principal causante de la sonora implosión lo había elegido y apoltronado a su lado, “por loco”. (Ese sí que es un gran mérito). Y habló de las segundas oportunidades -en este caso son decenas-, omitiendo las turbulentas grabaciones que el país conoce, los juicios que tiene ad portas, las denuncias por violencia intrafamiliar, las mutaciones políticas que ha sufrido, y cositas así.
A propósito de cositas, una última que supimos gracias a Bolívar: Sarabia y Benedetti fungen de soportes emocionales del jefe. Oh.oh. Si se cruzan con ellos en horas de trabajo, no los miren a los ojos ni los toquen, advierten los entrenadores de perros de compañía; pueden morder.
ETCÉTERA: Ay, García Márquez, lo que sucede en esta administración le da sopa y seco al realismo macondiano.