Mi primera muerta fue una tía abuela escuálida, profunda e ingeniosa, llamada Cesarfina. Tengo aquí vivo en la memoria su perfil de piedra filosa y llena de grietas, cuando la vi tendida en su cama. Tardé en entender. No podía concebir el sentido de lo definitivo. Me tomó algún tiempo aceptar que ya no volvería a escuchar sus dichos centenarios y extinguidos como su propio nombre: “Ni bamba”, “No ponga sebo”, “No lo permita san Ojualá”. También a ella le oí un comentario que, desde entonces, nunca ha dejado de tener vigencia. En aquel tiempo los periódicos empezaban a meterse en la canasta familiar. Cesarfina los hojeaba con desdén, los dejaba en la mesa y decía: “No podemos con las noticias de aquí, vamos a poder con las de otros lados”.
He vuelto a pensar en Cesarfina ahora que estamos cruzando el umbral de una puerta que ya nunca podrá cerrarse. Estamos empezando a ver, en vivo y en directo y de manera indiscriminada, lo que ocurre en cualquier parte del mundo. Hace ocho días fue una masacre. Hace quince fue una violación. La semana próxima puede ser algo más aterrador.
La cosa no parece tan grave porque es parte de un proceso. Después de la muerte de Cesarfina los noticieros de televisión empezaron a invadir la paz de los hogares. La gente empezó a ser domesticada para prestar atención –a la hora del almuerzo y la comida– a los reportes alarmistas, las dosis diarias de miedo destinadas a aturdirnos y volvernos dóciles. Algún teórico social dijo en aquellos tiempos que la revolución sería televisada. Luego vino el trasmallo (el internet, pues), con sus montones de información. Con el tiempo los grilletes de la gente fueron computadores de bolsillo que hacían de todo: eran teléfonos, cámaras fotográficas, ordenadores. Así llegamos a un tiempo en que empezamos a preferir tomar fotos y grabar videos, en lugar de mirar con el ojo pelado. Lo único que faltaba era que se pudiera transmitir en directo cualquier cosa. Esa, justamente, es la revolución que está empezando.
Para alguien que vive en medio de la nada, sería absurdo denigrar de la tecnología. A ella le debo que la soledad en la que vivo no sea tan absoluta. Pero a veces me dan ganas de desconectarme. El mismo medio que me trae voces e imágenes amadas, trae también imágenes que preferiría no haber visto; me impone miradas que envilecen, que degradan.
Antes del internet vi mucha gente muerta, pero jamás vi morir a alguien. Ahora he perdido la cuenta de las muertes que me han mostrado las redes sociales. No las busco, he querido evitarlas; pero no he dejado de ver asaltos, atropellos, caídas y ahogamientos captados por las cámaras. Las imágenes trágicas prosperan porque apelan a uno de los instintos más sórdidos que tiene el ser humano: el alivio que le inspiran las desgracias ajenas, la conciencia de que –al menos por esa vez– el infortunio ha golpeado en otro lado. Pero no puedo evitar la sensación de que el alma se me ensucia cuando se trivializa el momento más íntimo y sagrado de todo ser humano. Ahora que la muerte empieza a verse en vivo, quizá sea el momento de hacer como Cesarfina: apagar esa máquina de horrores y marcharse a vivir la propia vida después de haber dicho: “No lo permita san Ojualá”.
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