Leer ficciones es “un placer genial, sensual”, como cantaba Sarita Montiel, recatadísima cupletera de todo el gusto de mis tías, las señoritas Valderrama, que en paz descansen de los dolores de cabeza que les dio su sobrino chiquito, o sea, este servidor. ¿Leer mejora o empeora nuestros principios éticos? ¿En serio? ¿Leer o no leer? ¿Es esa la cuestión? Tampoco me parece. Leer no nos vuelve mejores o peores. Nos hace felices o infelices. Ni más ni menos.
La moralina imperante le tiene ojeriza a la ficción: es un obstáculo casi siempre insorteable para la lectura, pues termina por imponer textos, dogmas, miedos, censuras, ambages. De doblegarnos ante esta moralidad inoportuna, superficial o falsa -tan fomentada por chupacirios de izquierda o derecha- acabaríamos por leer apenas lo aburrido o hipócrita que consiente el satánico Index Librorum Prohibitorum et Derogatorum de la Inquisición española. Si leer nos hace mejores, ¿entonces para qué leer, por ejemplo, a Henry Miller o a Charles Bukowski, sujetos que sólo quieren follarse a las mujeres de este mundo lleno de mujeres? Si leer nos hace peores, ¿entonces para que leer a sor Juana Inés de la Cruz y “Este amoroso tormento / que en mi corazón se ve, / sé que lo siento y no sé / la causa porque lo siento”?
¿Entonces? Mi recomendación médica: lean sin pensar mucho, déjense arrastrar por el instinto, los impulsos, el ímpetu del deseo. Ficciones, por supuesto. Para lo demás, mejor “dame el humo de tu boca / anda que así te vuelves loca.” Ay, Sarita, ¡cómo te extraño!
* Body copy. “Los habitantes de Cuévano suelen mirar a su alrededor y después concluir:
-Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí.
Cuévano es ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del Estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro. Si no es cabeza de la diócesis es nomás porque durante el siglo pasado fue hervidero de liberales. Por esta razón, el obispo está en Pedrones, que es ciudad más grande.
-Los de Pedrones –dicen en Cuévano- confunden lo grandioso con lo grandote.
Todos están de acuerdo en que la ciudad ha visto mejores días. Para ilustrar su decadencia, suelen referirse al Oro, un pueblo fantasma que está allí cerca, que a fines del siglo XVII tenía más habitantes que los que ahora tiene Cuévano, la cual, afirman, fue una de las ciudades más importantes de la Nueva España.
-Esto que ve usted aquí –le dicen al visitante- no es más que rastrojo de lo que fue.
A lo que el recién llegado debe responder:
-¿Pero cómo rastrojo, si esta ciudad es una joya?
Si no dice algo por el estilo, corre el riesgo de ofender al anfitrión, porque la añoranza de bienes pasados que parecen tener los habitantes de Cuévano es falsa. En el fondo están satisfechos con la ciudad tal como está. Creen que no hay cielo más azul que el que se alcanza a ver recortado entre los cerros, ni aire más puro que el que sopla a veces con fuerza de vendaval, ni casas más elegantes que las que están cayéndose en el paseo de los Tepozanes”.
Jorge Ibargüengoitia. Estas ruinas que ves, 1975 / 1981.
* * Vademécum. ¿Ambages? “Rodeos de palabras o circunloquios”. ¿Circunloquios? “Palabras para dar a entender algo que hubiera podido expresarse más brevemente”. Je, je, je.
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