Ríos de tinta han corrido desde que Leonardo da Vinci interpretó en uno de sus dibujos la teoría del Hombre de Vitrubio. Fue en 1490 y hoy día -en teoría-, siguen vigentes tales proporciones matemáticas del ser humano, no obstante muchos inescrupulosos de bata blanca –sobre todo en tiempos permeados por la cultura mafiosa del exhibicionismo- han intentado volver trizas ese equilibrio perfecto, a punta de bisturí. Y vaya si lo han logrado. No es necesario ser acucioso observador para darse cuenta de la cantidad de mujeres –los hombres son todavía minoría en este aspecto- a las que en el quirófano les han esculpido la cara fea de la belleza. A estas, porque quieren detener –a la fuerza y sin conseguirlo- el paso del tiempo; a aquellas, porque quieren encajar en el universo ficticio de las redes.
(Para la mayoría de los cirujanos plásticos, responsables e idóneos, nada más dañino que el fuego amigo de ciertos colegas que se enriquecen deformando caras y cuerpos).
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Unas y otras quedan como muñecas inflables fabricadas en serie y, sin necesidad de abrir la boca, gritan: ¡Soy operada! Chicas plásticas, las llama Rubén Blades, con el tumbao que lo catapultó a la cima de la fama. Reproducciones de Chucky, las llaman simples peatones, con el lenguaje sin pavimentar de las aceras. (Busquen en internet al muñeco diabólico para que calculen las veces que se han cruzado con clones suyos en alguna esquina).
¿Dónde queda la ética de esta nueva estética?, es la pregunta del millón porque, si bien nadie tendría por qué opinar sobre el físico de nadie, nadie, con un mínimo de moral profesional, tendría por qué despojar a nadie de sus señales particulares, de la expresión de su rostro, de la historia de vida que refleja su apariencia, por un fajo de billetes tan abultado como las bocas, los pechos, los traseros que les instalan a quienes conforman el rebaño que, como Indiana Jones buscaba el tesoro, busca los elíxires de las tres gracias: juventud eterna, belleza intervenida y éxito fácil. La actual piedra filosofal.
Mi tema de hoy era otro, pero unas vecinas de fila en el supermercado me llevaron a cambiarlo. No podía dejar de mirarlas, por más que intentara distraerme recontando los ocho tomates que llevaba en el carrito. Eran mamá e hija, a juzgar por la conversación de temas familiares que sostenían en tono alto, suscitando la atención de los clientes de otras cajas. Ambas tenían las cejas tatuadas de azabache y ubicadas casi en el nacimiento del pelo de la frente, par de bigotes fuera de lugar; los pómulos protuberantes y la nariz recortada; boca de pico de pato y escotes y mallas de lycra a punto de reventar. Ignoro cómo eran antes, estoy segura de que no asustaban.
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¿Qué pasa en la mente de una persona que se mira en el espejo y se gusta siendo una versión zombi de sí misma?, ¿y en la mente de los doctores que se prestan para realizar cambios extremos, no necesarios y peligrosos, por pedido?, ¿y en la de una sociedad que, con la venia de las mujeres, las irrespeta, rechazándolas tal y como son e imponiéndoles la fealdad de la belleza?
Ay, Da Vinci, lamento informarle que el Hombre de Vitrubio agoniza. Responsos.
ETCÉTERA: A partir de esta edición, cerrada la columna por vacaciones. ¡Nos vemos en unas semanas!
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