/ Carlos Arturo Fernández U.
En 1957, después de asistir a un congreso de escritores asiáticos reunido en Nueva Delhi, el periodista, poeta y diplomático colombiano Jorge Zalamea (1905-1969) realizó un viaje por distintas zonas de la India. En el curso de su recorrido llegó a Varanasi donde quedó profundamente impactado por las muchedumbres de fieles hinduistas que, a la sombra de antiguos palacios y espléndidos templos, bajan las escalinatas a la orilla del río Ganges para purificarse en sus aguas, al mismo tiempo que a poca distancia se incineran los muertos.
Zalamea vio en esa escena el más desgarrador espectáculo de la miseria humana, agravada, además, por las injusticias que percibía en el contraste entre los templos y los palacios y la condición de aquella multitud. Allí mismo, a orillas del Ganges, empezó a escribir El sueño de las escalinatas, el largo poema-diatriba en el que quiere rechazar el mito y la injusticia y reivindicar que el ser humano es el protagonista de la historia.
Varanasi es el nombre oficial de la ciudad tradicionalmente conocida como Benarés, “la ciudad de los templos”, “la ciudad sagrada”. Pero, sin que en ello influya su elevada población de casi 4 millones de habitantes, podría decirse también que es la ciudad de la muerte. De acuerdo con la promesa del Dios Shiva, quien muera en Varanasi será liberado del ciclo de las reencarnaciones y, por tanto, su alma se fundirá directamente con la luz divina, con el alma universal. Por ello, muchos ancianos y enfermos de la India quiere pasar allí la última etapa de sus vidas.
En efecto, como lo vio Zalamea, en la parte central de la ciudad hay una larga serie de imponentes edificios sobre la rivera: templos y palacios separados del río por amplias escalinatas, denominadas “ghats”, algunas de las cuales están destinadas a las piras funerarias donde, al aire libre, se creman los cadáveres humanos. A veces las piras son muchas; en nuestro último viaje había al menos 14 que ardían al mismo tiempo, mientras una veintena de cadáveres esperaba su turno. Pero, según se dice, cada día se incineran unos 150.
De acuerdo con la tradición hinduista, poco después de que una persona muere, el cadáver es llevado en andas al río, bañado en sus aguas y luego incinerado. No es un espectáculo ni se toman fotos o videos, a no ser panorámicas lejanas. Exceptuando al hijo mayor que dirige el rito y a quienes cargan y ponen los leños, nadie se acerca, y menos los turistas que deben permanecer a cierta distancia. Es, más bien, una ceremonia profundamente silenciosa. Nadie grita ni manifiesta su dolor estruendosamente, aunque es evidente y casi palpable; se dice que por eso está prohibida la participación de las mujeres de la familia del difunto.
En medio de ese silencio sobrecogedor, uno vuelve a pensar en la pequeñez del ser humano y llora. Un llanto que, por supuesto, es por nosotros mismos y no por aquellos desconocidos que, si se cumple la promesa de su Dios, están llegando al estado de la más perfecta felicidad.
Concluido el ritual, las cenizas se depositan en las aguas sagradas que dan la vida a todos.
Por eso, en los ghats cercanos, no destinados a las cremaciones, los fieles se reúnen cada madrugada para purificarse y asistir con toda piedad y respeto a la salida del sol.
Los hindúes saben que bañarse en el agua bendita del Ganges es una forma de bautismo que los purifica totalmente de los pecados de la vida pasada y los prepara para el encuentro con Dios. Lavan sus ropas, su cuerpo, sus dientes y beben un agua sagrada que a nuestros ojos incrédulos puede parecer el colmo de la contaminación. Y se renuevan como el sol. Miran y rezan devotamente la salida del sol, no sólo porque sea sagrado pues todo en la India lo es, sino porque es la demostración fehaciente de la verdad de su más profunda creencia: todo lo que es ha sido antes y será de nuevo otra vez.
Es el círculo infinito de la vida que se renueva de manera constante, que incluye no sólo a los elementos de la naturaleza y a los hombres sino también a los mismos Dioses. Un círculo en el cual la muerte es solo un paso de la vida que se resuelve en una existencia siempre renovada.
En definitiva, la experiencia de visitar el Ganges en Varanasi, una de las ciudades más antiguas y sagradas de la India, puede ser devastadora o, por el contrario, dejar el alma cargada de una dulce sensación mística, como una especie de paz interior.
Pero también queda un intenso dolor que, quizá, encontraría salida recordando El sueño de las escalinatas.
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