Empecemos por los abusos del pronombre. Cuánto nos gusta abusar del “yo” cuando se trata de reconocimientos y títulos. Decimos: “Lo hice “yo”, lo descubrí “yo”, lo inventé “yo”, el perverso Nobel lo cobro “yo”. Ignoramos que, cuando se trata de crear, se trata siempre de un “nosotros”: los que inventaron el lenguaje, los ángeles de la inspiración, las enseñanzas de mis maestros, mis colaboradores, el destino, la comunidad científica, mis hijos y hasta “yo”. De esta manera mentimos y perdemos las conexiones que nos hacen creativos.
Pero con la misma solicitud lo borramos cuando el pronombre tiene que dar la cara en asuntos incómodos. Cambiamos ese nítido “yo”, por el ambiguo “uno”, para no hacernos cargo de lo que verdaderamente sentimos, pensamos o hacemos: decimos “es que uno deja de amar”, para no decir: “yo ya no te amo”. Incluso lo borramos por completo, como un amigo que me decía “se le quiere”, porque no tenía los cojones para decirme: “Te quiero”. Otras veces lo cambiamos por un “nosotros” para escondernos en la pareja o el grupo.
Los adverbios “nunca” o “siempre” los usamos para erradicar el cambio de la vida. Decimos por ejemplo: “Nunca me había sentido así”, “siempre he sido honesta, no sé qué me pasó”, “aquí nunca se ha hablado así”, “yo siempre termino así”. Pero en nuestra experiencia real, donde todo es transitorio, no existen ni esos “siempres” ni esos “nuncas”, siempre –en este caso sí – hay una primera y ultima vez. Por eso al erradicarlas de tajo, recuperamos altísimas dosis de flexibilidad, apertura y realismo.
Me divierte el “pero”, porque se parece a las cachetadas que le daba el Chómpiras al Botija. Antes del “pero” peinamos y acicalamos al Botija, y después damos la cachetada. Acicalamos: “Mira, eres el mejor hombre del mundo, inteligente, bonito, etcétera. Y cacheteamos: “Pero no te amo y te cambié por otro”. Acicalamos: “Está muy bien todo lo que dices” y cacheteamos: “Pero…”. Lo que quisimos decir es: “Me importa un —o lo que tú piensas y…”. Esa primera pincelada no es elegante, ni necesaria. Desvirtúa el derecho a la honestidad, subestima al interlocutor y da siempre un doble mensaje.
Tal vez de todos los usos perversos de la lengua, el “hubiera” se llevaría el premio mayor. “Si hubiera hecho esto o aquello, tal vez…”, dicen las personas menos responsables del planeta. Los que nunca aceptan las cosas tal y como son, abren la puerta de esos universos paralelos de fantasía con esta palabra mágica. Yo no conozco un solo “hubiera” que tenga una utilidad distinta a autotorturarse con un pasado que ya no puede cambiarse y albergar esperanzas absolutamente estériles. La experiencia del aquí y ahora es lo que hay, no importa su cualidad. Y el único punto confiable de un camino es el inicio y empezar por donde uno no está y por lo que no fue, es un despropósito.
Y por último está el “por qué”. No neguemos que tiene una validez relativa. Pero en el ámbito existencial es la puerta de las racionalizaciones. En un duelo, por ejemplo, la aceptación y la maduración llegan cuando se acaban los “por qué”. Preguntamos “por qué me abandonaste, no sé por qué”, para no aceptar la impermanencia y la pérdida. Muchos “por qué” no nos llevan a la verdad, sino que la ocultan. Preguntamos para no respondernos, para no darnos cuenta, para no aceptar la vida y sus muertes.
Hay muchas otras palabras y usos. Quiero pellizcarlo e invitarlo a que deje de usar el lenguaje como un burladero para esconderse de la vida, y más bien lo use para dar la cara y así encontrarse y crecer en cada una de sus vivencias
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