“En el silencio todos somos iguales. Nadie hace silencio mejor que otra persona”. Esta es una de las frases que más recuerdo de una meditación de cuatro horas que, durante un Hay Festival Jericó, tuve el privilegio de realizar al lado del escritor y maestro Pablo d’Ors, autor, por demás, de La biografía del silencio, uno de los libros más hermosos que puedan posarse sobre los ojos y pensamientos de cualquier ser humano.
Acostumbrada al ruido, a vivir y admirar la palabra, a no parar nunca de pensar y de hablar, desde hace algunos años celebro y me acojo en el silencio como camino para entrar en mi propio pozo, mi mente, y aclarar los pensamientos. Nada mejor que una buena temporada de silencio para que emerja la creación, llegue la calma, se pase la tristeza… se celebre la vida. Hoy por hoy, cada vez que los tiempos me lo permiten, le hago silencio a todo y en ese trasegar el silencio ha sido mi maestro.
De resguardarme en su inmensidad he aprendido de la incomodidad, de la paciencia y de la realidad. Me he conectado con la exuberancia de la vida, que nunca se apaga; he superado el miedo y también me he hecho un poco más valiente. He sido raíz, peregrina y habitado un sin número de pieles, muchas de las cuales, aún quiero seguir explorando. Mi atención y percepción también se han cualificado y, como si fueran pocos los beneficios de ese dejar caer que es el silencio, en su seno he encontrado algo de luz.
Sin embargo, también he aprendido de su crueldad, de cuando se usa el silencio para, consciente o inconscientemente, hacerle daño al otro. Del silencio que no es meditativo sino programado y que ocasiona profundos dolores. Del silencio que ignora, aniquila la presencia del amado e incluso nos hace dudar de nuestra propia cordura.
Hace poco conversaba con una buena amiga sobre ese silencio que daña. Desde entonces no he parado de pensar en “la ley del silencio”, que se impone en ciertas relaciones para dañar o “hacerse extrañar”, costumbre dolorosa que muchas veces nos enseñaron nuestros padres en casa. De esas palabras que detesto y dicen: “Hágase desear” y que imponen un silencio absurdo y culposo en las relaciones de pareja. Del silencio en el que nos refugiamos por torpeza y ausencia de capacidad para enfrentar conversaciones complejas. Del silencio cobarde y amigo del ego.
Existen las palabras rojas y azules, también las que son fuertes y frágiles, las mentirosas y las sinceras. Existen palabras que son como reyes cargados de incienso, mirra y oro. También algunas que son rayos y tempestad. Así es también el silencio… Existen silencios que cobijan, silencios en los cuales acurrucarse. Existen silencios que tienen eco en las paredes. Silencios que no tienen espinas. Sin embargo, también existe el silencio que jadea, el que llora, el que tiene en su regazo una enorme lista de preguntas antecedidas en un por qué. Existen silencios, como lo recuerda Octavio Paz en uno de sus enormes poemas, que suben, crecen y nos suspenden. También silencios de pequeñas mentiras, silencios que enmudecen. Detrás de toda palabra y todo silencio, estamos nosotros.