¿Cada cuánto te regalas momentos de silencio y quietud? ¿Cuándo fue la última vez que te sentaste en silencio a no hacer nada, a simplemente ser? Es más, tal vez debo preguntar: ¿alguna vez lo has hecho?
En el mundo de hoy vivimos hiper-estimulados. Nos la pasamos corriendo a mil por hora de un lado para otro, chuleando listas de tareas pendientes o brincando de una tarea a otra, sin poder completar ninguna, por nuestra incapacidad de mantenernos enfocados en una sola cosa -precisamente por la cantidad de estímulos que están permanentemente luchando por nuestra atención-. Por todos lados, nos llegan mensajes, notificaciones, chats, recordatorios de pendientes; nuestra mente está siempre llena, ocupada.
Durante el día, estamos todo el tiempo -o casi todo- planeando, imaginando, resolviendo, anticipando, recordando, comparando, evaluando. Nuestra mente se pasa la mayoría del tiempo trabajando, nos mantenemos en modo “hacer” mucho más que en modo “ser”. Es más, cuando nos preguntan quiénes somos respondemos qué hacemos y cuando nos reiteran la pregunta nos encartamos, por la misma razón por la que nos encartamos con el silencio, la pausa y la quietud. No estamos acostumbrados a estar en modo “ser”, por eso a pesar de que constantemente nos quejemos del ritmo frenético en el que vivimos, cuando la vida nos entrega calma no sabemos qué hacer con ella.
¿Qué nos pasa cuando bajamos el ritmo? ¿Qué escuchamos cuando disminuye el ruido? ¿Qué nos queda cuando paramos de hacer? Nosotros mismos, eso es lo que nos pasa, lo que escuchamos, lo que nos queda. Ante el silencio nos quedamos frente a la única persona de la cual no podemos escapar. Estamos acostumbrados a huir de lo que no nos gusta, a anestesiar el dolor, a evitar la incomodidad, a ignorar temitas que tenemos pendientes por resolver, y la enorme cantidad de estímulos que nos rodean son nuestros mejores aliados para esto. Cuando entramos en quietud y silencio no nos queda de otra que mirarnos de frente, no nos queda más que escucharnos.
Hace poco estuve en un retiro de meditación zen donde el maestro Randy Wolbert dijo: “Solemos creer que el silencio es vacío. Sin embargo, el silencio está LLENO de respuestas”. Y de hecho, esa fue la sensación que me quedó después de cuatro días de silencio. En el silencio y la quietud logramos escuchar aquello que en el día a día queda sepultado bajo el ruido. Usualmente, nuestra mirada está dirigida hacia afuera, hacia la cantidad y velocidad de cosas que están pasando a nuestro alrededor, y que luchan constantemente por nuestra atención. En silencio y quietud la mirada se dirige hacia adentro, la atención se vuelca al cuerpo, a la mente, a nuestro mundo interior.
El silencio nos permite darnos cuenta de nuestro diálogo interno -el cual se mantiene encendido pero con el corre corre diario poca atención le prestamos-, nos permite notar patrones de pensamiento, nos muestra los lugares comunes a los que va nuestra mente, nos expone emociones recurrentes, nos obliga a sentir y a simplemente ser, más que a pensar y a hacer; nos permite volver a nosotros mismos, regresar al centro, conectar con todo eso que nos habita. El silencio habilita la auto observación y por ende, el autoconocimiento; nos permite despejar lo nuestro, lo propio, lo auténtico. Nos permite limpiar, aclarar, vaciar; nos concede el regalo de habitarnos, dándonos cuenta mientras lo hacemos.
Si sueles practicarlo, poco tengo para decir, pues ya el silencio te lo ha dicho. Si no lo has hecho o no sueles hacerlo te invito a intentarlo. Empieza por un minuto, dos minutos, cinco. Ábrele un espacio en tu agenda al silencio -literalmente-, dedica un momento de tu día a no hacer nada, siéntate a simplemente ser, a sentir, a observarte, a escucharte. Incluso, si esto suena raro, difícil o carente de sentido, te reitero la invitación -aún con más razón-.