Colombia ha pretendido en las últimas décadas corregir algunas injusticias evidentes, de toda una vida, de su imperfecta democracia: hemos asignado curules a diversas minorías en las dos cámaras del Congreso para garantizar su presencia activa en las discusiones del país; hemos delimitado áreas gigantescas -en especial en la Amazonia y Orinoquia- para las comunidades indígenas; hemos decretado que los cargos en entidades públicas tendrán paridad hombre-mujer, etc.
Todo con el fin de situarnos lo más lejos posible de aquel concepto original, muy del siglo XIX, según el cual solo tenían derecho a voto los varones mayores de 21, casados, con educación y con propiedades a su nombre.
Poco a poco fueron cayendo esas barreras hasta llegar al sufragio universal de hoy, que permite votar a todos los mayores de 18 años, sin restricciones. Bueno, casi. Porque no pueden votar los miembros de la fuerza pública (militares y policías), ni los condenados que estén cumpliendo pena.
Nuestra idea actual de democracia aplica más o menos bien para los asuntos coyunturales, ya que casi todo por lo que los ciudadanos podemos votar directamente tiene una vigencia de cuatro años: presidente, congresistas, gobernadores, alcaldes.
Sin embargo, por más que intentamos garantizar el derecho al voto y opinión a todas y a todos (como les gusta decir a las y los del Pacto Histérico…), hay una minoría que, en la práctica, jamás es tenida en cuenta. A pesar de que con el tiempo ellos serán la mayoría. Y de que las decisiones los van a afectar a ellos muchísimo más que a los que hoy tienen y ejercen el poder de decisión.
Los efectos profundos de muchas de estas decisiones solo se verán dentro de 20-30 años. No afectarán para nada a los mayores de hoy, pues ya se habrán despedido. Pero sí a sus descendientes, que hoy aun no pueden hablar.
Aprovechando las votaciones claves alrededor de la reforma pensional, qué útil sería por estos días instalar en cada recinto congresal una sillita para bebé. Para ver si tantos senadores y representantes egoístas y cortoplacistas recuerdan que todas esas gabelas que hoy se les ocurren deberán ser asumidas, sufridas y pagadas por quienes hoy son solo unos bebés. O que aún están por concebirse o por nacer.
Deberían, en cada discusión, designar a alguien que ocupe esa sillita para que levante la voz por los bebés que aún no la tienen. Que se oponga, que explique cómo los afectarían las barbaridades que hoy, en especial los miembros del PH, quieren cargarle a las generaciones futuras.
Igual sucede con la reforma laboral, que les hará más difícil emprender o conseguir empleo; con la reforma a la salud, que les impedirá acceder a la cobertura y calidad que ya tenemos hoy; con la reforma a la educación, que tragará recursos infinitos y afectará negativamente la calidad. ¿Y qué tal esa obsesión por estorbar y frenar el desarrollo de los proyectos 4G de infraestructura vial, que los condenará a trancones y costos que no los dejarán progresar?
Si esa sillita estuviera ocupada, habría un mínimo de sensatez. Las decisiones serían menos absurdas y el mundo futuro viviría mejor.
Pero no, esa sillita permanecerá vacía…