Si la experticia de un mago dependiera de la cantidad de conejos saltarines que alberga su chistera, Gustavo Lorgia sería un aprendiz al lado de Álvaro Leyva Durán. ¡Qué madriguera es este hombre! Le salen conejos por el sombrero, las mangas, los bolsillos, las solapas, la boca… Muestras frescas:
El primero en ver la luz, el padre de todos los conejos: el mandato que, según su interpretación sesgada, trae el Acuerdo de Paz con las Farc –“en la página ocho, antes del primer asterisco”-, para convocar una Constituyente. (“En la medida de mis posibilidades, emocionado por lo que he encontrado en este acuerdo, haré todo para que el país logre su felicidad”. Oleré i-u-i-u/ Oleré i-u-i-u/ Abuelito dime tú/ Por qué soy tan feliz, cantaría Heidi). Entonces, grandotote y lamboncete, corrió a endulzarle el oído al jefe. Y a este, que anda sensible por cuenta de la germinación de su coronilla recién sembrada, la eureka le quedó sonando. Como disco rayado, se dedicó a repetirla en todas las tarimas, mientras los colombianos nos dividimos entre la maraña del desgobierno, el lanzamiento de globos distractores y la amenaza de que se pase del dicho al hecho.
Luego, algo pequeñito, algo chiquitito salió del escondite: un conejillo que también se quiere reencauchar respaldando la idea. “Dijo que eso hay que cumplirlo y que eso prevalece en el orden interno”, aseguró a Semana -refiriéndose al exfiscal Montealegre-, el exponente por excelencia de esa izquierda exquisita a la que retrató de cuerpo entero Tom Wolff, en La izquierda exquisita. (De la entrevista con Vicky Dávila proviene la mayoría de conejos y entrecomillados de esta columna; algunos, de las redes sociales).
Tocó el turno a otro conejo, nuestro flamante Nobel de Paz, quien, en palabras del excanciller, es el responsable del autogol que nos trae por la calle de la amargura: “Que se asesore un poco, que lea lo que firmó, que tenga cuidado cuando se pronuncia sobre algo que tiene que ver con haber estampado su firma para después desconocerlo… Que se dedique a sus premios de paz… Que no me venga con cuenticos que llevo mucho tiempo”. (Y eso que “a la gente hay que creerle”; cuando conviene y a quien conviene, ¿cierto, doctor? Él mismo lo confiesa con orgullo: “Me precio de ser una persona de muchas lealtades”. Se quedó corto; de muchísimas y efímeras).
A empujones fue expulsado el siguiente conejo: “A Santos alguien le metió un gol. Tuvo que haber sido De la Calle, que fue el que tuvo el texto hasta el final… Por temor, o por alguna circunstancia se le olvidó decirle que eso había quedado incluido… Que De la Calle niegue algo, imagínese, niega hasta su propia firma… Por Dios, cómo se va a contradecir públicamente, con el país no se puede jugar”. (Ni mandada a hacer, esta última frase, para el inquilino de la Casa de Nariño).
Y qué decir de la familia conejil disparada al vacío en racimo: “Hay una especie de sindicato del pasado. Qué pena decirlo así… Que nos den una oportunidad, que gocen su jubilación… Hay que llamarlos a calificar servicios”. (Y usted, mayor que los cinco expresidentes, ¿cuándo va a practicar lo que predica?).
ETCÉTERA: “Tengo derecho a que me gusten unas cosas y otras no”. Todos lo tenemos. A mí, por ejemplo, me aterran las madrigueras.