Gran paradoja de los tiempos. Tantos son los avances en los diversos campos del conocimiento, y la premisa fundamental aún no encuentra contraargumentos: es más importante el bien colectivo que el bien individual.
La cotidianidad constantemente nos enfrenta a dilemas cuyas soluciones, tengan el nombre que tengan, conducen al mismo resultado. Apelamos a la conciencia, apelamos a la ética, apelamos a la responsabilidad, apelamos a la compasión… En resumen, apelamos a los recursos emocionales, culturales e intelectuales que nos permiten afirmar que priorizar a otros sobre mí mismo genera un bienestar conjunto.
Probablemente es una herencia ancestral el impulso de trascender el plano individual para acoger lo valioso del equipo, la quimera que representa el otro, la fuerza que se consolida en la unión, la construcción de vínculos más allá de los que son naturales e inmediatos –como los de la familia–. Esta herencia nos ha permitido autoconcebirnos como parte fundamental de comunidades, de ciudades, de naciones y hasta del mundo.
Esa historia de transformar necesidades individuales en beneficios colectivos es la misma historia de uno de los patrimonios del cuidado de Medellín. Se nos ha contado que ante la necesidad de atención para un miembro de la familia Echavarría surgió una visión. Aquella ciudad que, en el año 1913, contaba con poco más de sesenta mil habitantes crecería en las décadas siguientes lo suficiente para requerir un hospital con grandes capacidades en infraestructura y conocimiento, un recinto multipropósito capaz de brindar atención de calidad, capaz de innovar en la práctica de la medicina, capaz de ser actor fundamental en el desarrollo social que aquellos visionarios soñaban para la ciudad de entonces. Capaz de mantenerse vigente durante 100 años y más.
Aunque ese hospital que la familia Echavarría necesitaba con urgencia se origina en una necesidad inmediata, el proyecto creció hasta unas proporciones que requerirían varios años de trabajos incesantes para entregar a la ciudad una infraestructura que hoy es de interés cultural y patrimonial, con un diseño horizontal de diecisiete edificios pensado para la atención, la investigación y la formación en salud de niños y adultos.
El mensaje de los visionarios fue contundente: esta debía ser una fundación para todos los hijos de la región, y debía su permanencia en el tiempo a personas y empresas que honraran su misión fundacional, que ha sido desde siempre y hasta siempre: garantizar el acceso a la salud de la más alta calidad sin importar la condición social, geográfica y económica de sus pacientes.
Pequeño gran triunfo de la capacidad humana para trascender la individualidad y abrazar el desafío de la colectividad, el desafío de imaginar a nuestros otros.