Una obra de arte es, en el sentido más estricto de la palabra, una condensación de sentido. Como si fuera una especie de estrella. Porque, al igual que estas, la obra existe porque reúne numerosos elementos que se van agrupando y compenetrando hasta que logra hacer brillar su significado con luz propia. Y entonces nos parece que, lo mismo que las estrellas, las obras de arte viven por sí mismas, son autónomas y no necesitan de nada ni de nadie para emitir su luz.
Sin embargo, si no queremos contentarnos con una experiencia similar a la de mirar el cielo en una noche estrellada, lo que, por supuesto, es posible y muy gratificante, sino que nos preguntamos acerca de lo que estamos mirando, aparece una realidad mucho más compleja, generada por la unión de situaciones distintas que, al menos parcialmente podemos diferenciar, y dependiente de todas ellas. Y de la misma manera que las estrellas emiten luces y radiaciones diversas que jamás vemos con la simple mirada, el análisis de los elementos que confluyen en la obra de arte nos va revelando una multitud de sentidos que se despliegan, digamos así, en diferentes longitudes de onda, que, además, se iluminan en el tiempo y el espacio.
Quizá una mirada a la Inmaculada Apocalíptica, de la colección del Museo de Antioquia se pueda enriquecer si la consideramos como una concentración de situaciones que le dan sentido y le permiten brillar con luz propia.
Por una parte, contamos con algunos hechos concretos. Se trata de una pequeña imagen de 25 centímetros de altura, tallada en madera y policromada, completada con una corona de plata. Aunque su autor es desconocido, sabemos que era un alumno o seguidor de Bernardo de Legarda, escultor quiteño nacido hacia 1700 y muerto en 1773, famoso también en el Nuevo Reino de Granada. Legarda gozó en vida de mucho prestigio, sobre todo por su Virgen de Quito para la iglesia de San Francisco de esa ciudad, una imagen apenas unos centímetros más alta que la del Museo de Antioquia y que, lo mismo que esta y otras esculturas suyas, se refiere a María Inmaculada.
La discusión teológica sobre la idea de que Dios habría librado a la Virgen María del pecado original desde el momento de su concepción, se extendió a lo largo de muchos siglos en el seno del cristianismo y no sólo en la Iglesia Romana, llegando a contar también con partidarios entre algunos de los padres protestantes más destacados. Como resultado de ese debate, el papa Pío IX definió la Inmaculada Concepción de María como un dogma en 1854.
En el arte español del siglo 17 y, de manera especial, en la obra del pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo, el tema de la Inmaculada se presenta muchísimas veces. La manera de representarla se inspira en el capítulo 12 del libro del Apocalipsis donde se habla de una gran señal que aparece en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas. Aunque parece que originalmente los cristianos entendían esta señal como referida a la Iglesia, al menos desde San Bernardo, en el siglo 12, se vincula como María. La representación de esta mujer apocalíptica es antiquísima y, como es lógico, ha tenido muchas variaciones. Por ejemplo, un artista como Murillo privilegia la idea de la pureza de María y por eso sus Inmaculadas son siempre dulces y tranquilas.
Sin embargo, en el contexto del arte colonial hispanoamericano en el cual se inscriben las obras de Bernardo de Legarda y de sus discípulos, el texto del Apocalipsis se lee como la lucha cósmica entre la Virgen y el demonio que aparece como un dragón a sus pies, atravesado por María con una lanza. Y es siempre interesante preguntarse por qué aquí se privilegia una representación diferente a la de Murillo. Incluso, siguiendo el texto bíblico, estas Inmaculadas tienen alas, que son un elemento definitivo en su guerra contra el mal.
La obra del Museo de Antioquia no conserva la lanza ni parece que hubiera tenido alas. Seguramente tampoco es una obra tan impactante como la Virgen de Quito, de Legarda. Pero el sentido de esta obra se enriquece con una multitud de elementos que confluyen en ella: el texto bíblico y sus distintas lecturas, las reflexiones teológicas sobre María, la tradición de la pintura española, la relación del arte colonial hispanoamericano con la cultura europea, el sistema de trabajo de los maestros y de sus discípulos y, por supuesto, nuestra perspectiva actual acerca de lo que cada uno de esos elementos nos puede aportar.
Cuando se concentran todos esos asuntos, el sentido de la obra empieza a surgir con luz propia.