“Nunca será tarde para buscar un mundo mejor y más nuevo, si en el empeño ponemos coraje y esperanza”,
Alfred Tennyson.
Empezaría escribiendo que de pequeña mi mamá solía decirme que el trabajo, más allá de permitirnos ganar dinero y desarrollarnos como profesionales, era una bella oportunidad de expandir todo lo que como seres humanos albergamos. Digo empezaría, en condicional, porque mientras escribo este texto caigo en la cuenta de que ella nunca lo verbalizó, ella lo vivía, los transpiraba, cada día, en cada pequeño acto.
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Su faena como profesional de la salud era una oda al poema de Pessoa, la ví ser todo en cada cosa, grande, entera, como la luna, brillando enérgica sobre cada lago. Fue entonces su ejemplo una poderosa orden silenciosa. ¿A qué vale la pena (o la gloria) entonces dedicar nuestras horas de trabajo?.
Empiezo más atrás, más temprano. Eran las 6:00 a.m. de una cotidiana y, para mí, entretenida clase de Finanzas. El profesor preguntó: ¿Cuál es el objetivo de una empresa? Era obvio atinar haciendo alusión al dinero, pero tercamente, y sin levantar la mano, clamé: ¡Generar empleo!.
Con la potestad de ostentar un gran cargo me dijo:
“Irina, ¡excelente!, para su clase ética. En la vida real, el fin único de una empresa es maximizar la utilidad del accionista”.
Asentí tomando silenciosa nota y, mientras simulaba haber aprendido la lección, entendí que los objetivos adicionales a esa imperativa definición debían florecer por mi cuenta. Así fue en los años venideros.
Por fortuna, en esta “vida real” me he cruzado con líderes y mentores que personifican esa definición menos pobre de la riqueza. Incluso un señor Raj Sisodia, al que admiro, le dio el nombre de Capitalismo Consciente. Hace pocos meses, en las estimulantes conversaciones de Antioquia Emergente, nos presentaron el concepto de capital, no solo como su etimología lo delimita en propiedades y dinero, sino como el flujo de valor que es también social, físico, natural, político, humano y memético. Y el ingrediente consciente, apela a la amplificación de ese beneficio para los demás públicos de interés.
¿Es esto un romántico poema para clase de ética? No, estudios de firmas serias, como Kantar, evidencian que empresas que generan impacto positivo tienen una valoración 2,6 mayor que aquellas que no. A su vez, el 94% de los consumidores las prefieren. Entonces, viene la últimamente repetida pregunta: ¿tener propósito es un buen catalizador de resultado? A mi me gusta más llamarlo devoción.
Lea: Al menos por ahora…
Acompañar por 10 años un Alzheimer temprano, que se llevó a mi madre, me ha motivado a estudiar a profundidad la alimentación. ¿Qué comemos, por qué y cómo eso nos conecta con la tierra?. La FAO dice que el 45 % de las personas tienen sobrepeso, que 1/3 de los alimentos se pierden y, en contraste, que el 10 % tiene hambre. También que el 1.5° de más en la temperatura del planeta está a punto de desatar incontrolables desastres y que es la industria de alimentos la más intensiva en el uso de recursos naturales.
Hoy, mi devoción es la transformación de la industria del consumo masivo hacia una más sana y regenerativa. Hace dos años, enamorada de este problema, decidí pivotar mi carrera corporativa hacia el fascinante y exigente mundo del emprendimiento, y fundamos ASTRA, una empresa en la que nos dedicamos a desarrollar, reformular y comercializar productos de consumo masivo, acelerando la oferta de un portafolio más sano para todos, para facilitar la mejora de hábitos en los consumidores.
Hacer esta tarea completa no ha sido fácil. De hecho, como diría la gran Mary Oliver: “Hay cientos de cosas en el mundo más fáciles que amar, pero ¿quién quiere más fácil?”. Pensémonos enteros. Usemos nuestros trabajos como carruaje de otros nobles fines que conectan el alma. Y, ¿por qué no? Lucrémonos, mientras maximizamos el beneficio para todas las partes.
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