Y justo ayer recibí a un querido paciente, uno de esos conquistadores natos, que viven tan llenos de sí mismos que a duras penas pueden respirar. Le dije: “Es que vos peleás con todo, hasta con tu sombra, te esforzás demasiado. Ese personaje que idolatrás, esa ficción con que te suplantaste, ocupa demasiado espacio y te tapó los ojos, te tapó los oídos, te puso una armadura en el corazón”. Como el hombre es luchador le dije: “Vos estás tan apegado al triunfo, que no podés tener coraje para pelear, porque no podés perder. Y por eso sos torpe para pelear”. Esta vez sí me entendió. Por lo tanto le dije: “Vos podés pelear relajado o tieso”. Si estás lleno de vos, de ese personaje, vas a pelear tieso, pero si estás vacío, vas a pelear suelto, y vas a ser más fuerte”.
Pero aquí viene la parte más bonita. Bastante conmovido y lúcido me preguntó: “¿Qué es la fuerza entonces?”. Le dije: “Ese es el punto hermano, la fuerza la determina la situación. Unas veces es dureza, otra flexibilidad; unas veces está en la grandeza, otras en la pequeñez; unas veces en las palabras, otras en el silencio; unas veces está en el peso del oso, otras en el veneno sutil de la serpiente; otras en la agilidad del tigre, otras en la altura y la visión del águila”. Concluí diciéndole: “Ese es el principio del arte de la guerra, el guerrero que está atento y sin prejuicios, encuentra la fuerza en la inteligencia de la situación. Algunas veces la fuerza está en esperar unos minutos, otras en dejar que el otro ataque primero, otras en no oponer ninguna resistencia”.
Pero lo más bello de la situación es que mi paciente llegaba un día después de que yo mismo, que algunas veces vivo demasiado lleno de mí, estaba viviendo una hermosa crisis. Me estaba cayendo de una altísima nube, una de esas donde me trepo frecuentemente. La vida, de diferentes maneras, me había dado un par de cachetadas de esas que nos hacen humildes: un par de alumnos habían decidido interrumpir algunos procesos a los que les había puesto el alma. Y, para colmo de males, terminé en consulta con un terapeuta que me mostró lo mucho que me falta aún por aprender. Fueron baldados de agua fría que me despertaron de un terrible trance en el que me había metido.
Le conté a mi paciente la experiencia que estaba viviendo y le dije: “Yo, por mi parte, acabo de bajarme nuevamente del bus. Hoy, a diferencia de ayer, no soy “el Terapeuta” sino uno más entre muchos terapeutas, y me siento otra vez con miedo y con ganas de aprender; hoy puedo ver pequeños retos y celebrar las pequeñas victorias; hoy no tengo que defender una autoimportancia como un guerrero sitiado. Hoy me siento vivo y abierto”. “Hay una gran paradoja”, proseguí, “y es que no hay fuerza más grande que la que reside en lo que el budismo zen llama “mente de principiante”, es decir, en una mente fresca, abierta y vacía”.
Así termina la historia: “Al igual que esta taza”, respondió Na-in con total tranquilidad, “usted está lleno de sus opiniones. ¿Cómo podría mostrarle lo que es la sabiduría si primero no vacía su taza?” En otras palabras: “Hasta que no te bajés de tu nube, no dejarás tu pendejada”.
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