Porque la honestidad es la puerta al poder de lo simple. Es privilegiar lo que es, vivir lo que es, pensar lo que es, sentir lo que es y hacer lo que es y no lo que –aunque debiera, pudiera o tendría que ser– no es.
Todos hemos dicho alguna vez: “Me gustaría tanto amarlo, pero la verdad es que no lo amo, qué le vamos a hacer”; “me encantaría ser un hombre rico e importante, pero la verdad es que la mediocridad y la pereza no me dejan”; “qué bueno sería querer a esta persona que es tan buena conmigo, pero la verdad es que tenemos un cómodo pacto de conveniencia”; “yo debería haber olvidado ese viejo amor, pero la verdad es que no he podido”; “yo debería pensar que este jefe que tengo es una bendición, pero la verdad es que me parece un hijo de puta”. Y al hacerlo, hemos escogido la poderosa simpleza de lo que es. Todos hemos sentido el alivio de esas confesiones, duras o triviales.
Muchos se me están poniendo relativistas y se preguntan: “¿La verdad, cuál verdad?” Nadie es dueño de la verdad, pero todos sabemos si somos veraces o no. Nuestras verdades del corazón no son relativas nunca, siempre son lo que son. Y aunque nadie conoce la verdad del universo, todos sabemos la verdad de lo que realmente pensamos, sentimos y hacemos, todos podemos escoger entre ser auténticos o inauténticos. Yo siempre les digo a mis pacientes: “En este mundo es muy difícil vivir sin mentiras, pero por lo menos prométame que no se las va a decir a usted mismo. De ahora en adelante el primer mandamiento de este proceso es no hacerse el pendejo”.
También podemos decirle la verdad de lo que somos al otro, con la palabra y el cuerpo. Podemos ser veraces. Y todos, aunque la cobardía nos llene hasta los poros, sabemos que solo cuando asumimos ese gran reto conocemos el amor y el sentido de nuestra vida en este mundo. No se equivoquen, el amor es lo que sobrevive a la verdad y no lo que se empecina en mantenerse a pesar de ella; eso último es el miedo.
Como terapeuta veo todos los días los efectos prácticos del autoengaño, las mentiras y los secretos: nos dividen, nos enfrentan, nos alienan, nos estancan, necrosan partes de nosotros, y nos dejan en el limbo del infantilismo. Nos enferman. Las verdades que el corazón necesita decir, por el contrario, aun cuando generen duras consecuencias, siempre nos reconcilian, al menos con nuestra propia existencia. Nos devuelven la dignidad, la paz, la apertura, la fuerza de los ojos, la vitalidad, nos hacen crecer, nos acercan a nuestra propia alma. Cada que reconocemos una gran verdad, la vida nos devuelve una gran enseñanza.
Nunca han dejado de conmoverme esas prácticas palabras de Cristo: “La verdad os hará libres”. Porque ese es el premio del hombre veraz: la libertad.
El incidente de la valla coincidió con que esta semana volví a leer el último curso que el filósofo Michel Foucault dictó en la Soborna. Adivinen de qué hablaba: de la parrhesía, que significa el coraje de la verdad, es decir, la honestidad. Y en este, su último curso, decía una y otra vez lo mismo: el arte de vivir, la vida del sabio, la vida del que es libre, la vida del que es soberano, no existe sin el coraje de la verdad. Porque solo la honestidad nos acerca al ser, eso que siempre es simple y poderoso.
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