/ Carlos Arturo Fernández U.
Después de conocer los campos de concentración nazis en Polonia, el filósofo alemán Teodoro Adorno escribió una frase lapidaria y terrible: “No se puede escribir poesía después de Auschwitz”. Es una idea que presentó de distintas maneras y que, seguramente, encerraba mucho más que la supuesta afirmación de la desaparición del arte. Quizá la suya era, sobre todo, la manifestación de un estado de ánimo, pero se convirtió en una especie de declaración estética sobre las posibilidades del arte en el mundo contemporáneo.
La idea de Adorno me vino a la mente al ver en la web la terrible fotografía de un pequeño niño sirio de apenas dos años de edad, ahogado en una playa turca cuando naufragó la frágil embarcación en la que toda su familia esperaba alcanzar las costas de Grecia, para más tarde, de alguna manera, llegar a Canadá donde vive un familiar. Todos perecieron, excepto el padre quien, en medio de su dolor y, a pesar del ofrecimiento de Canadá para que al menos él fuera a vivir allí, decidió regresar a su pueblo de origen, devastado por la guerra, para sepultarlos a todos junto a sus demás seres queridos. Tal vez ya no desea nada y, destruida toda su vida, está listo para acompañarlos también.
La fotografía, publicada por el periódico The Guardian de Londres, es tan impactante que hasta el primer ministro Cameron afirmó que ante ella se había quedado sin argumentos y que era hora de hacer algo por la marea de refugiados que llega cada día a las puertas del primer mundo.
Pero también la tragedia se da entre nosotros, y no solo por los problemas de la frontera sino desde hace mucho más de medio siglo, convirtiendo nuestras ciudades en gigantescos conglomerados de desplazados.
¿Puede tener sentido hablar de arte después de la terrible foto del niño sirio? Tal vez sí, aunque esta pregunta sea también un gesto desesperado, como el del padre que regresó al infierno de la guerra para enterrar a sus muertos.
Creo que, en última instancia, nos estamos preguntando por el sentido mismo del arte.
A lo largo de toda la historia, de manera consciente o inconsciente, los artistas se han preguntado siempre por el origen de la obra de arte. ¿De dónde surge el arte? ¿Por qué un hombre siente la necesidad de producir trabajos artísticos? Y las respuestas, como es fácil suponer, son tan variadas como las épocas y los múltiples artistas.
Los artistas de los dos últimos siglos se hicieron la pregunta de forma sistemática y expresa, como parte de la conciencia de que el arte es un fenómeno cultural que encuentra su propio espacio en la reflexión sobre las relaciones del hombre con la realidad. Pero como esas relaciones ofrecen perspectivas prácticamente infinitas, también el arte llegó a comprenderse desde casi infinitos puntos de vista.
A comienzos del siglo pasado, Pablo Picasso, de apenas 20 años, está convencido de que el arte nace del dolor, de la enfermedad, de la precariedad de la existencia y de la muerte, lo que lleva al desarrollo de su época azul, llena de imágenes de personas desgraciadas, seres solitarios, enfermos y mendigos. Después abandonará ese camino y seguirá otras posibilidades. Pero, adelantándose de alguna manera a Adorno, Picasso no quiere embellecer la miseria ni idealizar la precariedad humana sino, más bien, reivindicar que el significado del arte está en obligarnos a pensar en la profundidad del dolor y la tragedia, seguro de que de allí brota la poesía, entendida como la confrontación con el sentido de la propia existencia.
Y así como cualquier vieja tragedia griega puede parecer poca cosa frente a la foto del niño sirio, también encontramos el potencial épico del espíritu humano. Más valientes que los guerreros griegos y troyanos parecen esos muchachos capaces de atravesar el río Táchira cargando a la espalda una nevera. O el joven de 18 años, entrevistado en un camino rural de Serbia, que hace más de dos años, desde que salió de su lejana Afganistán, empuja la silla de ruedas en la que lleva a su abuela anciana, con la esperanza de encontrar para ambos una vida más grata.
En últimas, lo que hace posible que se produzca el arte es la distancia que existe entre la futilidad del ser humano y su potencial de grandeza y trascendencia.
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