Los enredos que tenemos por ser inconscientes de la importancia de valorar y pagar son infinitos: la pobreza económica, la dependencia, el desamor, la insatisfacción crónica, la falta de dignidad, la depresión y estar en constante lucha con el mundo y las personas, son algunos de ellos. Pero hay varias formas de inconsciencia frente al valorar y el pagar.
Algunas personas, por ejemplo, padecen de diferentes formas de “merecimiento”. Unas pelean con la vida por no darles lo que ellos “por nacimiento tienen ganado”. Siempre ven el lado vacío del vaso. Esperan, sin moverse, a que las cosas cambien por arte de magia, a que el mundo se rinda a sus pies sin mover un dedo, a que el amor perfecto llegue sin esforzarse. Otras se dan el derecho de consumirse al mundo y a las personas como parásitos. A todo le buscan rebajas, si el otro no pierde, no hay negocio, si no lo consiguen por las buenas, lo rapan a las malas. Al fin y al cabo se lo merecen. Los merecidos no valoran nada y nunca pagan ni cobran con justicia.
Otros padecen de algo peor: el “no-merecimiento”. Estos no reciben, no cobran. Siempre piden rebaja porque su ley es la carencia. Cuando les dan amor no creen. Y como no reciben, no tienen nada sustancial para dar. No pueden ganar dinero sanamente y siempre alguien más debe pagar su escasez: sus padres, sus hermanos, sus médicos, sus terapeutas, sus parejas. Los que “no-merecen” no se valoran a sí mismos y rompen el equilibrio sano de la vida: al no valorarse no valoran nada realmente y no cobran ni pagan lo justo.
Las personas maduras, por otro lado, tienen muy clara la importancia del intercambio justo como pauta de armonía y salud en las relaciones humanas. Saben cobrar y saben pagar justa, impecablemente. Tienen dignidad y abundancia, se dan el derecho a recibir y pagan, con consciencia, sabiendo que lo que pagan es la afirmación espiritual del valor que les dan a las cosas que reciben, sin merecimientos. Procuran no dejar cuentas abiertas –económicas, afectivas, espirituales–, para así poder disfrutar de lo que recibieron. También cobran con alegría y justicia, porque así se aseguran de que el otro valore y disfrute lo que recibe.
Cada vez me convenzo más de que el hombre “muere por la boca y se salva por las manos”. Y frente a la felicidad hay dos tipos de personas: aquellas para las que la boca es lo importante, las que se pasan la vida pidiendo, ingiriendo, quejándose, consumiendo o explotando. Las que prefieren las manos y hacen del trabajo su forma de honrar y agradecer la vida, saben que da más poder la gratitud que la queja, y entienden que en ese hermoso ritmo humano del dar y el recibir, se juega el valor de la vida. Solo el que valora, agradece, cobra y paga, como un acto del corazón, se acerca a la prosperidad, la felicidad y la paz.
Le propongo que haga de la gratitud un arte sublime, que entienda la dimensión sicoespiritual del intercambio –incluido de dinero–, que pague por lo que reciba, que pague lo que valore y que encare absolutamente todas y cada una de sus deudas.
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