Hemos sido criados bajo la premisa de que los problemas del mundo sí tienen solución.
Y, en efecto, si las variables que intervienen son pocas y se pueden controlar, muchos problemas la tienen. Dentro de las matemáticas, las ciencias exactas, la tecnología, e incluso ya la medicina, es posible llegar a soluciones perfectas y definitivas. O casi.
Pero en ciencias sociales, economía, empleo, educación, seguridad, cultura o política, los problemas realmente nunca tienen una solución definitiva. Se les puede dar manejo, a lo mejor se pueden reducir o aplazar sus aspectos más negativos, pero muy rara vez quedan resueltos del todo y para siempre.
Sin embargo, al llegar las elecciones, bajamos las defensas y olvidamos algo tan básico. Nos pueden las emociones. Nos domina el deseo de sentirnos ganadores -y más aún, hay que decirlo- ese fresquito de que los rivales pierdan. Nos emocionamos fácilmente, hacemos fuerza, gritamos y aplaudimos a rabiar, hacemos campaña y nos creemos el cuento de que, si gana nuestro candidato/a, la historia ahora sí va a cambiar.
Puede que sí gane, pero pasan los cuatro años y casi siempre regresa la frustración. Algunos, incluso, sentirán vergüenza retroactiva por haber derrochado emoción en un candidato tan normal, que obvio tampoco cumplió la mayoría de lo prometido.
Seamos claros: los candidatos que elijamos para alcalde o gobernador, mucho menos los de concejos o asambleas, no vienen a resolver problemas de fondo, no nos van a cambiar la vida de manera notable.
Primero, porque, como decíamos, los problemas son demasiado complejos, profundos, antiguos y afectados por demasiadas variables que nadie puede predecir. Ni mucho menos controlar.
Segundo, porque las herramientas que tienen para conducir una ciudad o un departamento son limitadísimas. Cada decisión o proyecto debe atravesar un campo minado de debates, discusiones, acuerdos políticos, restricción presupuestal, demandas, control de las “ías”, etc.
Tercero, porque el tiempo de su posible ejecución es mínimo. En cuatro años es muy poco lo que se puede hacer. La mayoría de los problemas requiere tiempos muchísimo más largos de estar aplicando la solución correcta, sin distraerse ni desviarse.
Cuarto, porque los candidatos no se las saben todas. O si se las saben, lo más seguro es que los cambios continuos en los entornos macro y micro, las circunstancias sobrevinientes, les impidan aplicar lo sabido y les toque improvisar.
Quinto, porque sus equipos no son tan iluminados como ellos, y fácilmente descarrilan una solución.
No obstante todo lo anterior, en Medellín hoy sí tenemos derecho a emocionarnos, a gritar y a aplaudir a rabiar. Para que la administración actual, que en buena parte no vino a resolver problemas sino a crearlos o agrandarlos, sea derrotada en octubre.
¡Y resolvamos, ahí sí de manera total y definitiva, el problemita que se le vino encima a la ciudad hace 4 años!