El 6 de agosto de 1945 los Estados Unidos lanzaron la bomba atómica sobre Hiroshima y tres días después sobre Nagasaki, lo que definió la rendición de Japón el día 15 del mismo mes, sellada con la firma del Emperador el 2 de septiembre.
La víspera de la rendición, el 14 de agosto, se había celebrado en Times Square, de Nueva York, el Día de la Victoria. De manera espontánea, cuando se filtró la noticia de la rendición, las personas empezaron a salir a las calles y a reunirse en esa plaza, junto con muchos soldados y marinos que en esos días ya esperaban en la ciudad el traslado a sus regiones de origen.
Eisenstaedt era un gran fotógrafo y trabajaba para una revista que centraba su prestigio en la calidad gráfica; en ese momento actuaba como un reportero que quería captar la potencia del instante y no como un artista obsesionado por la perfección de la toma. O, mejor, su calidad artística radicaba, entre otras cosas, en su capacidad de atrapar la poesía de la vida fugaz.
Pero el hecho de que los 70 años de la foto de Eisenstaedt hayan sido celebrados en todo el mundo representa mucho más que el recuerdo de una feliz instantánea. Lo que ocurre es que entendemos esa fotografía como un objeto material, una forma tangible, cargada de significado y simbolismo. Descubrimos que es una obra de arte con un valor trascendente y no la captación de un momento insignificante. Y ese es un descubrimiento que no se limita a la relación del fotógrafo con su cámara ni a su habilidad para darse cuenta de un hecho fugaz y solucionar en fracción de segundos los problemas técnicos que le plantean las circunstancias; todo ello es indispensable pero no es suficiente. Cuando descubrimos esta foto como obra de arte estamos también afirmando que hay unos valores humanos comunes, aspiraciones e ideales que nos permiten desentrañar lo mejor de nosotros mismos, incluso en las circunstancias más adversas. Y, de paso, afirmamos también que Eisenstaedt ha tenido la capacidad de hacer patente esa dimensión de nuestro ser.
Una foto como “El beso” está para recordarnos que, al final de las cadenas de absurdos y contrasentidos de la guerra, solo nos quedan el encuentro y el amor para reconstruir la realidad que asesinamos.
Pero, por supuesto, no siempre podemos recurrir a significados tan poéticos. Porque es difícil conservar un mínimo de optimismo en la bondad del ser humano, después de la barbarie en la que cayeron todos los países, de todas las religiones y credos, de derecha, de izquierda y de centro, sin olvidar la hipocresía oportunista de muchos neutrales. Junto a la felicidad de “El beso” quedarán la intensa negatividad del arte informal, la crisis del existencialismo, el horror del holocausto y la nostálgica melancolía de la reconstrucción de las viejas ciudades cuya historia condujo directamente a la tragedia de la guerra.
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