/ Carlos Arturo Fernández U.
Con frecuencia pensamos en el arte como una de las altas manifestaciones del espíritu humano: una creación a través de la cual el artista interpreta las múltiples relaciones del hombre con la realidad que lo rodea y lo define, desde las dimensiones más trascendentales y metafísicas, pasando por las circunstancias sociales, políticas y culturales y llegando hasta la exploración de la propia subjetividad, el gozo de la cotidianidad y de la fugacidad de la experiencia. Por eso decimos, con razón, que las manifestaciones artísticas nos hacen mejores seres humanos; y no solo cuando pensamos en el artista que las produce, sino también cuando nos referimos a quienes nos aproximamos a ellas para experimentarlas, disfrutarlas y conocerlas como público.
Paisaje 2. Humberto Chavez
Sin embargo, el arte es muchas cosas más, cosas que, incluso, pueden parecer poco apropiadas cuando hablamos de altos valores espirituales; pero no por ello son menos importantes y significativas.
El arte también es trabajo, valor de uso y valor de cambio; es decir, no solo está profundamente implicado en las tramas estéticas y culturales sino que guarda relación con la vida económica en todos sus niveles, con el desarrollo de los gustos sociales y, por supuesto, al menos en un sentido amplio, con las tendencias de las modas.
La Subasta de Arte Cariño puede ser el momento oportuno para volver sobre algunos de estos asuntos que, desde ciertos puntos de vista, confluyen en el tema del coleccionista de arte y hacen de él un nudo fundamental en todo el sistema artístico. Y no se trata solo del “gran coleccionista” que dedica mucha parte de sus esfuerzos a esta actividad, sino de un público más vasto que, de manera esporádica y circunstancial, decide adquirir una obra de arte. Es claro que la compra de obras de arte nunca ha sido una actividad “popular”; seguramente cuando más personas tuvieron acceso a ella fue en la Holanda del siglo 17. Pero también es cierto que la actual lógica del mercado, lo mismo que la del arte, abren posibilidades que hace apenas unos años parecían imposibles.
Homenaje a Popayán. Enrique Grau |
En síntesis, el arte no subsistiría si no existiera un público que, al demandarlo y pagarlo con su dinero, permite que el artista se dedique a crearlo. Se pueden traer a cuento muchos momentos en los cuales se producen verdaderas extinciones masivas en el arte porque desaparece o se transforma radicalmente el público que lo demandaba. Baste recordar aquí cómo la caída del Imperio Romano de Occidente y el simultáneo exterminio de la clase senatorial romana significaron también la muerte del arte clásico porque las nuevas clases dominantes representadas por los jefes bárbaros, hasta entonces nómadas, no contemplaban dentro de sus intereses asuntos como la pintura, la escultura o la arquitectura del imperio. Y al no haber demanda, en poco tiempo, quizá en el giro de una generación, desapareció también la producción y la oferta, y Europa entró en los que, quizá injustamente, han sido llamados los “siglos oscuros” de comienzos de la Edad Media.
A lo que asistimos en la actualidad es a un proceso exactamente inverso: el crecimiento sostenido del coleccionismo en Colombia, que ya no se limita a las esferas públicas, de las cuales el mejor ejemplo y casi el único es la Colección de Arte del Banco de la República, sino que se despliega sobre todo en el ámbito privado. Y, como es obvio, las consecuencias de ese crecimiento son también muy significativas.
Es fácil decir que hace falta conocer más acerca de las colecciones privadas de arte en el país. En realidad, la historia de esas colecciones es bastante limitada pero sirve para comprender la trascendencia que reviste para la cultura nacional el actual auge del coleccionismo. En el siglo 19 y en buena parte del 20 se coleccionaba especialmente arte colonial que, con frecuencia, acababa siendo donado a iglesias y conventos; por su parte, ante la falta de interés del Estado, las colecciones de arte académico se desintegraban o eran vendidas en el extranjero.
Por eso, a diferencia de lo que ocurría en otros países latinoamericanos, los demás fenómenos vinculados con el coleccionismo, como son, por ejemplo, las galerías de arte, las subastas y los salones, tuvieron en Colombia un desarrollo muy tardío y precario (sin hablar de las ferias de arte, totalmente inexistentes hasta hace muy pocos años). En la segunda mitad del siglo 20 aparecerá un coleccionismo empresarial que, quizá, debe ser considerado como el verdadero punto de partida de este fenómeno en Colombia. Pero, mientras tanto, si el sistema de circulación de las obras era paquidérmico y difícil, necesariamente las principales consecuencias negativas las sufría la producción del arte mismo.
Hoy existe en Colombia un fuerte coleccionismo privado que, justo es reconocerlo, se concentra sobre todo en Bogotá, y corre paralelo a un auge de las galerías, las publicaciones y las ferias; es un fenómeno que recoge gran parte del arte contemporáneo que, por razones diversas, no encuentra todavía una fácil ubicación en el sistema de los museos. Y de allí la trascendencia de estas colecciones porque en ellas se está conservando buena parte de la actual historia artística y cultural del país. De alguna manera, también esas colecciones son patrimoniales.
Visto en esta perspectiva, un evento como la Subasta de Arte Cariño, que realiza el 7 de mayo su 27ª edición, además de la finalidad benéfica y social que lo impulsa, tiene un significado especial para el mundo del arte: es un elemento de un proceso estructural que contribuye a dinamizar la producción artística y, en consecuencia, a hacer que sea posible que, a través de las obras de arte, podamos analizar y comprender mejor el sentido de nuestra existencia como seres humanos.
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