Un día, mientras estaba en Chile, y miraba al instructor de yoga y futuro padre de su hijo, María Teresa Santodomingo tuvo claro lo que haría en la vida: sería profesora de yoga. En ese momento, esas chispas de verdad que a veces son la vida, se juntaron: “Esa claridad llegó como un rayo”, dice.
Cuenta que había llegado a Santiago en el año 2000, y, mientras trabajaba en una joyería, conoció a Francisca, una joven que se convirtió en su amiga, y con la que viajó a la India. Su relación con esta disciplina no era algo nuevo: su mamá también la practicaba y por eso tenía claro que se trataba de algo más profundo que una postura o ejercicio; era una forma de sentirse mejor, un camino para estar más tranquila.
“Practicar yoga da a las personas una fuerza de adentro hacia afuera; es una práctica que despierta la inteligencia del cuerpo”.
Después de algunos años en ese país decidió volver a Colombia. No quiso quedarse en Bogotá, la ciudad donde creció; finalmente escogió a Medellín, el lugar materno y preferido en temas de clima, paisaje y formas de ser de la gente.
Han pasado varias décadas desde aquel día que escogió su oficio y la experiencia ganada se le nota en el cuerpo, en la forma que habla, en lo que dice, en la sonrisa generosa que ofrece a quienes llegan a Tereyoga, su espacio, en el cuarto piso de Palermo Cultural.
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Esos años de práctica ya le permiten saber si una persona está estresada, tiene lesiones físicas o desconfía. Ella no señala ni juzga. Tampoco se apresura. Tiene paciencia y suavidad para indicar los giros del cuerpo. “La práctica del yoga es un proceso y por eso me parece bonita. Cada persona avanza en flexibilidad, concentración y en la armonía de sus movimientos. Al principio no es sencillo para muchos. Les cuesta disminuir la velocidad, enfocarse en los movimientos, en el trabajo de los músculos y la relajación”.
Cuenta que después de los primeros encuentros, y si hay paciencia, la persona verá cambios, para bien: “Hay restauración, el cerebro estará más tranquilo, habrá una buena actitud para afrontar las situaciones, y también más fortaleza física. También menciona el equilibro que se alcanza a través del yoga, en los llamados chakras o puntos de energía del cuerpo. Más allá de una creencia o religión específica, cree en la fuerza de la vida, en ese estado natural que permite a una ballena nadar o a un árbol florecer, sin que haya un rezo o ritual específico.
Esta práctica de yoga que realiza con entusiasmo todos los días, la considera más necesaria en este momento, posterior a la pandemia: “Algunos creyeron que la humanidad iba a estar mejor después del confinamiento, pero no es así. Muchas personas salieron a la calle con el deseo de recuperar el tiempo y circunstancias perdidas, con más ambición. Eso se siente en el tráfico, en los deseos, en la velocidad para vivir, en la ansiedad”.
Cuenta que en sus clases le gusta tener grupos pequeños, de 12 personas máximo, para concentrarse en cada una. Hasta ella no llegan quienes buscan posiciones acrobáticas o mucho registro en redes sociales: “Generalmente vienen personas entre los 30 y 80 años que buscan bienestar a través de un proceso interno”, explica.
Sobre esa figura de Buda que se ve junto a unas banderines de colores, en un extremo del salón, dice que es regalo de una alumna. Del budismo resalta la invitación a no hacer daño, a aquietar la mente. Al mismo tiempo no se considera adscrita a una religión específica.
Son casi las 9 de la mañana y la puerta de Tereyoga se abre. Afuera están los zapatos dejados por los alumnos. Adentro, hay una luz amarilla suave y olor a esencias. Algunos se despiden y otros salen con María Teresa, a desayunar. Se oyen risas y algunas conversaciones. De repente se escucha el ruido de alarmas y carros veloces que viajan por la avenida El Poblado y calles cercanas; es como si nada pasara; aquí los ruidos siguen de largo.