Los chicos de hoy, inmediatistas nativos, no saben qué significa esperar. Nosotros éramos expertos.
No soy nativo digital. Me defiendo, pero soy de otra generación. Haciendo memoria lejana, las experiencias que tuve creciendo les parecen paleolíticas y patéticas a los chicos de hoy, nativos digitales.
Veamos. A las amigas había que llamarlas al fijo de su casa. Rara vez ella contestaba, por lo que debía estar preparado para conversar brevemente con doña Fabiola, y a veces con el hermanito. Si el teléfono estaba ocupado, paciencia. Tocaba volver a discar uno por uno todos los números.
Si se trataba de conquistar a la susodicha, lo mínimo era tener una buena colección de música, conformada por discos de vinilo (en casa) y casetes (en el carro o para paseos). Pero grabar un casete era todo un arte, pues grave sería incluir ruidos externos o publicidad de la emisora. Y luego escribir en la etiqueta todas las canciones y su duración. Los casetes se guardaban en una caja debajo del asiento del carro. La cuidaba con mi vida, casi.
A propósito de carro, tener el R6 era conveniente, pero cualquier descuido en el mantenimiento te podía dejar en plena vía limpiando platinos con una cajita de fósforos. Y fijo pinchabas una llanta por mes, por lo que pasabas largos ratos en el montallantas. Culpa del neumático o del gusanillo.
Escribir un trabajo a máquina para el colegio o universidad era en sí mismo todo un proyecto. Equivocarse implicaba arruinar la página y repetirla.
Por supuesto, compré las gigantescas enciclopedias Monitor y Fauna en cómodos fascículos semanales, que con el tiempo llenaron mi pequeña biblioteca. Me tomó varios años de visitas al quiosco de revistas.
Ojo: Para los habitantes de El Poblado, por allá en los 70’s, vueltas simples como ir al banco, a cine o a la peluquería implicaba tomar bus amarillo o gris para ir y volver. Caminada por Guayaquil incluida.
No, no había cajeros automáticos. Conseguir efectivo obligaba a hacer fila en el banco. Luego salir con algunos billetes de $20 y $50 en el bolsillo y con el -usualmente bajo- saldo impreso en la libreta de ahorros.
Los chicos de hoy, inmediatistas nativos, no saben qué significa esperar. Nosotros éramos expertos. Encontrarse con alguien en alguna esquina implicaba una espera, larga o corta, sin posibilidad de llamar al celular. Buscar entre la multitud alguna cara conocida y, finalmente, cancelar todo tras una hora de espera infructuosa.
Pero hay algo que sí hacíamos mucho más rápido y eficiente que hoy: movernos por la ciudad o por carretera. Pocos trancones. Y vías primitivas, pero confiables. Sabíamos cuánto tiempo tomaba un viaje.
Hoy, gracias a una mezcla explosiva de cantidad de vehículos, muy mediocre diseño, pobre mantenimiento y bloqueos frecuentes, cada vez nos demoramos más.
Con cero expectativas de mejora.
¿Para que las nuevas generaciones aprendan a esperar, tal vez?