/ Álvaro Navarro
Una visita a la ciudad de Nueva York incluye, probablemente, una o varias visitas a museos de la ciudad. Los más frecuentados son el Metropolitano de Arte, situado en el número 1000 de la quinta Avenida (www.metmuseum.org) y el de Arte Moderno –MoMA-, localizado en el 11 West de la calle 53 (www.moma.org).
El primero cumple desde 1870 con el propósito de promover y desarrollar el estudio de las bellas artes y su aplicación a la vida práctica, proporcionando instrucción popular. Entre sus tesoros hay un templo egipcio original, que a mediados del Siglo 20 iba a ser cubierto por las aguas del Nilo con la construcción de la represa de Asuán. Fue desmontado y trasladado pieza por pieza a Nueva York. La colección permanente y las muestras temporales justifican más de una visita.
El MoMA, fundado en 1929 como una institución educativa, tiene como meta ser el mejor museo de arte moderno del mundo, incluyendo colecciones o trabajos en las áreas de arquitectura y diseño, dibujos, películas, artes visuales y perfomances, pinturas y esculturas, fotografía, impresiones y libros ilustrados. Con sus más de 55 mil obras -de las que mantiene unas 1.000 en exposición-, más las muestras temporales, es una parada obligatoria en una vista a New York, atestiguado por la afluencia permanente de visitantes provenientes de los cuatro rincones del planeta. Hacia él nos dirigimos temprano un día, entre otras cosas con el objetivo de mirar y disfrutar la inigualable muestra Henri Matisse: The Cut-Outs, técnica desarrollada por el artista en los últimos años de su vida, utilizando recortes de papeles de diferentes colores. A eso de las tres de la tarde terminamos la visita y decidimos almorzar en un sitio sugerido por Elvira Lindo en el libro que lleva el nombre de esta crónica, dirigiéndonos a P.J. Clarke’s (915 de la tercera Avenida y la calle 55), sitio emblemático que en sus 130 años ha acogido personajes como Frank Sinatra, Jacqueline Kennedy y sus hijos, boxeadores, políticos, etcétera.
El aviso sobre la puerta, “establecido en 1884”, prepara al visitante para lo que va a encontrar en el “Vaticano de los Salones”, como en algún momento lo denominó el New York Times. Está compuesto por tres salas: una central de recepción; una lateral para alojar el bar con un largo mostrador de madera en el que se acodan los clientes para tomar sus tragos y conversar con los vecinos y el barman; y otra lateral, con el restaurante propiamente dicho, decorada en sus paredes con fotos de los personajes que han sido clientes. Las mesas, no muy grandes, cubiertas con manteles a cuadros rojos y blancos, están distribuidas a lo largo y ancho de la sala. En nuestro caso, nos atendió una señora simpática, eficiente y con años de experiencia en el oficio, quién nos recomendó disfrutar de una cerveza roja acompañada de una gran hamburguesa y papas fritas. No se equivocó en sus recomendaciones.
Aquel que anda en busca de platos tradicionales de la cocina americana, los va a encontrar en P.J. Clarke’s. Podrá empezar con ostras frescas o crema de almejas al estilo de Nueva Inglaterra o tartare de cangrejos de Maryland, continuando con la hamburguesa de la casa denominada por Nat King Cole como “el Cadillac de las hamburguesas”, o un gigantesco sanduche Reuben, o un filete de 300 gramos de carne de novillo, terminando con el tradicional cheesecake. Nuestro almuerzo terminó cerca de las 5 de la tarde; nos despedimos con una generosa ración de Balvenie Single Malt de 15 años. Un evento para el recuerdo. A esas horas, el bar estaba inundado de parroquianos que comentaban en voz alta las novedades de ese día. P.J. Clarke’s cierra todos los días a las 4 am.
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Buenos Aires, enero de 2015
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