/ Gustavo Arango
De todos los libreros de este mundo, me gustan los que saben lo que ofrecen. Hoy en día son pocos. Parecen animales en vías de extinción. Estos bichos no creen en modas ni bestsellers. Han hallado refugio en las librerías de viejo. Saben que el tiempo suele ser el mejor crítico y se envanecen de hacer justicia y de corregir sus inevitables descuidos. Leen a sus clientes y recetan –como médicos de almas– los libros que necesitan.
Hace un par de semanas me encontré con uno de estos raros especímenes. Su nombre es Juan, y hay algo de lección de estilística y poesía en el hecho de que su librería se llame: “Los libros de Juan” (también hay perversidad). Hace poco se mudó de esa tierra de nadie que es el Centro y ahora ocupa una casa completa en un sector residencial. Es activo en las redes sociales. Se la pasa tentando con fotos de los libros que le han llegado, con el asombro de sus prestigiosos visitantes frente a los incunables que ha acopiado. Visitar su librería puede cambiarle a uno la vida.
En la librería de Juan todo tiene su sitio. Uno cruza la puerta y se encuentra unas sillas antiguas y cómodas que invitan a dejar atrás la prisa. Al pie de una muralla de viejas ediciones de Aguilar (aquellas cafés y doradas que son de lo más hermoso que se ha hecho en español) se encuentra una vitrina de joyas editoriales. Juan lee las reacciones de los clientes. Espera la pregunta por el precio para decir satisfecho: “No están a la venta”. Esa es la primera lección de humildad que recibe el que llega a ese lugar. No es accidental que aquel sitio se llame como se llama. Juan es el rey de ese lugar.
Juan tiene un aire de loco inofensivo o de niño obsesionado. Cuando los clientes le simpatizan, los invita a recorrer los cuartos de la casa. Cada uno alberga cosas diferentes. En el de literatura colombiana, una vitrina exhibe viejísimos novenarios y el primer libro impreso en el país. En un cuartico pequeño está la orfebrería precolombina que también lo apasiona y tampoco está a la venta. En el último cuarto están los libros que se avergüenza de vender (los esotéricos, los Nueva Era), aquellos que sin embargo garantizan que el negocio se sostenga.
Pero lo más asombroso de este librero entusiasta es su familiaridad con los libros. Se conoce el contenido –y el contexto– de cada ejemplar en los estantes. Hace disertaciones sobre generaciones y escuelas literarias, sobre mediocres exaltados y genios soslayados. Está convencido de que lo que mucho suena en una época tiene un olvido –casi siempre justo– garantizado. Es la única persona que conozco que asegura haber leído íntegramente los siete tomos de Los Sueños de Luciano Pulgar. Si yo fuera profesor de literatura en Medellín, llevaría a mis alumnos con frecuencia a donde Juan.
Al final de una charla que uno hubiera querido más larga, Juan se permite un último gesto que lo vuelve inolvidable. Le he preguntado por un libro titulado Minas, Mulas y Mujeres, de un tal Bernardo Toro, y me dice que es lo más malo que ha leído. Como lo miro incrédulo, decide regalármelo. “Lléveselo para que vea que tengo la razón”. Desde el escritorio donde se manejan las finanzas, la esposa de Juan lo mira sin ocultar el gusto que le da ser propietaria de ese curioso libro vivo. Uno sale de allí sintiendo que lo expulsaron del paraíso. Ya en la calle se comprende lo bien puesto del nombre de aquel sitio. Incluso los libros que al final uno ha comprado siguen siendo –en cierto modo– los libros de Juan.
Oneonta, enero de 2015.
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