/ José Gabriel Baena
Con su exquisita voz cantarina mi editora Luz María me manifestó su consternación cuando le dije: “En vista del naufragio titánico del último álbum de Pink Floyd, solo superado por el rugido incesante del de Robert Plant, voy a recomendarles a los lectores en esta columna que para sus temperadas de temporada en sus fincas vuelvan al pasado lejano con los álbumes en curioso formato de 10 x 10 pulgadas de los años 50, empezando por Leo Marini, Lucho Gatica y Agustín Codazzi–Lara…”. Ella me dijo: “Bueno, Baena, vos serás responsable de no pocas parejas arrojadas por nuestros bucólicos precipicios…”.
Animado, saqué entonces de mi antiguo escaparate, al azar, una veintena de obras en vinilo sólido del arte discográfico de aquella época, que creía borradas de mi disco duro, y empecé a oír con admiración creciente cortes ingleses, latinos, franceses como “Coté d´Azur”; “Moonlight on the Ganges”, con la trompeta y el piano de Billy Butterfield; o “Avril o Portugal”, en la voz de la jovencita Eartha Kitt; o, traduzco, Música de fondo batida para mezclarse graciosamente con reuniones sociales, brillante y chispeante, de diversas orquestas, o de mis antaño aborrecibles Rodgers and Hammerstein con selección de South Pacific, o “Con mis ojos abiertos del todo no dejo de soñar” –Lex Baster–, o del admirable Gilbert Becaud con Francois Vermeille al piano: “Jovencito en París” –aplausos aquí–.
En un álbum del 54 oí con masoquismo a Eddie Fisher con temas como “Si debes dejarme dejame” y “Contigo estoy desperdiciando mi tiempo, nena”; no pude dejar de pensar en cómo la tontina de Elizabeth Taylor se había rendido a sus encantos durante dos matrimonios repletos de esmeraldas colombianas y diamantes sangrientos de Sudáfrica, y mientras seducía al magnífico Richard Burton –tres matrimonios más–… ¡Qué cosas del incomprensible corazón de la mujer!
Reposando, me devoré enterito a Nat King Cole con ocho temazos: debo decir aquí que en aquellos tiempos estos discos solo contenían justo ocho composiciones de 2:45 minutos apretados, cosa que duró hasta el álbum Rubber soul, de Los Beatles y ya en LP de 12 pulgadas.
De Los Panchos me atormenté con “Me castiga Dios”, “Caminemos”, “Negrita chavelona”, “Flor de azalea”, “Cita a escondidas” y “No, no y no”. Los Panchos habían grabado por entonces 17 álbumes con sus primeros cantores, Gil, Navarro y Avilés, hasta completar hoy por día 149 con sus tataranietos. Con Leo Marini hice una cita a ciegas con “Tarde de abril”, “Infortunio”, “Prohibido”, “Porque tú me has pedido” e “Infierno y Navidad”. En la carátula ya aparecían las primeras notas del cronista Hernán Restrepo Duque, cuya gran colección de unos cien mil discos de boleros reposa en el Palacio de la Cultura y que no han querido venderle al rollingstone Keith Richards.
¿Podría esta edificante incursión al pasado privarse del italiano Carlo Porti y su “Arrivederci, Roma”, “Anema e core” y “O´ciucciariello” y “Con te”? La gran Carmen Cavallaro al piano hizo mis delicias a la medianoche con sus teclas mudas y acompañamiento rítmico, ¿alguien comprende? Vic Damone me hizo lo mismo con “La noche tiene mil ojos”. Y Josephine Baker. Y Tito Guizar. Y Les Elgart: “Arrímate un poquito más a ver si de pronto”. No mencionaré a Bing Crosby ni a Loretta Young ni a Elizabeth Arden, no sé por qué. Paul Weston y su orquesta me incitaron al baile en solitario con “Luna llena y brazos vacíos” y “Madonna a la medianoche”. De nuevo, Larry Elgart y “Hasta que venga esa cosa verdadera”, algo verdaderamente blasfemo.
Pero la palma que me llenó la taza, expresión española, fue la “canzonette” de los Ames Brothers que causó furor y lujuria en los 50 y que le da título a esta columna: “The naughty lady of shady lane” que traduzco libertinamente como “La traviesa dama del callejón sombrío”, que se refiere a una jovencita solitaria que llega a uno de esos pueblos gringos de una sola calle larga –como en otra canción de Bruce Springsteen- y a la que todos los chicos quieren conocer a fondo… Son escasos diez versos, que al final tuvieron que ser cambiados por la infernal maquinaria de moralina de la “Era McCarthy”, y que convirtieron a la traviesa mozuela gimiente ¡en una bebé llorona de nueve días! Pero aquí va mi descubrimiento a patentar: La melodía principal de minuto y medio es exacta, bajándole la velocidad a 16 revoluciones, a “We don´t need no education” de Roger Waters para La pared de Pink Floyd”. ¡Y nadie se ha dado cuenta! Oyendo este clásico caí de bruces en “Cantando en la lluvia” con Fred Astaire y de allí a la impresionante ceremonia de los Illuminatti de Stanley Kubrick en “Ojos abiertamente cerrados”, donde aparece mi Nicole Kidman al desnudo en los cinco minutos iniciales, fumando algo verde mientras se maquilla para la fiesta. ¡No diré más! Ahora, como canta de nuevo Eartha, suspiro por que mi amante fantasma me susurre “Házme mala, mi nené”.
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