Quien llegue a la presidencia deberá dedicar sus esfuerzos a consolidar la paz y, en paralelo, conducir el país hacia un desarrollo sostenible y regenerativo.
Los últimos cuatro años en Colombia fueron un desperdicio en dos temas fundamentales: la paz y la protección del entorno ecológico.
Iván Duque pudo haber pasado a la historia como el presidente que consolidó la paz, pero desaprovechó su oportunidad. Pasará, más bien, como aquel que se dedicó a entorpecerla. El resultado es obvio: el recrudecimiento del conflicto. El Estado pudo haber avanzado en saldar la deuda de presencia real e integral en territorios históricamente ignorados y olvidados, pero –una vez más– no llegó. Su lugar lo ocupan la violencia y la muerte, que han hecho fiesta principalmente en las zonas con más desigualdad del país (así lo señaló recientemente la representante en Colombia de la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos).
Entre esas muertes deben contarse las de aquellas personas que dedicaban su vida a la defensa de nuestra casa común: nuestro planeta, nuestro entorno ecológico. Paradójico: Colombia, el segundo país más biodiverso del mundo, ha llegado a encabezar la lista de los lugares más peligrosos del globo para defender el ambiente. Durante este gobierno cayeron, junto con estas valientes personas, incontables árboles; y se perdieron, además de vidas humanas, ecosistemas valiosos. Pero, así y todo, Duque no dejó andando el Acuerdo de Escazú, con el cual precisamente se busca cuidar la vida de quienes defienden el ambiente.
Quien llegue a la presidencia deberá comprender la urgencia de retomar la ruta de la consolidación de la paz y, en paralelo, de conducir el país hacia un desarrollo sostenible y regenerativo. Hoy nuestro mayor tesoro se está destruyendo y quienes luchan por protegerlo ponen en riesgo su vida (si invitan a “hacer trizas la paz”, la vida es más vulnerable). En el 2026 Colombia deberá ser un país más justo, más pacífico, más próspero y, por supuesto, en mayor armonía con la naturaleza (yo resumiría: un país más sostenible).
No se trata de tareas separadas: el trabajo por la paz, bien hecho, puede ser una grandiosa oportunidad en términos sociales, ambientales y económicos. Francisco de Roux lo sabe y lo explica en “La audacia de la paz imperfecta” cuando dice que “terminada la guerra, Colombia abre todas sus posibilidades para aprovechar la ventaja real que tiene en capital natural y desarrollar los bienes y servicios ecosistémicos en turismo ecológico, marihuana medicinal, expansión de la flora y la fauna nativas, producción de agua y bosques, energías renovables y recuperación de la pesca fluvial y marítima”.
Hay quienes quieren el poder para seguir por el camino actual; yo los descartaría. Otros resaltan que gobernarán para promover el cambio hacia una sociedad sostenible; yo creo que aciertan. ¿Pero, a costo de qué el poder para empujar ese cambio? ¿De empeñar los principios fundamentales? ¿De aliarse con alcaldes pendencieros y exconcejales corruptos? No, así no: con todo y traspiés, yo prefiero el cambio guiado por el esfuerzo cívico y ético. Prefiero la esperanza.
No sigamos desperdiciando oportunidades.