/ Álvaro Molina
Por mis trabajos como cocinero y guía de pesca he tenido la fortuna de probar muchas delicias en su lugar de origen y cada día me convenzo más de que nuestra gastronomía colombiana tiene todo para ser considerada como importante en el ámbito mundial. La cocina, hoy por hoy, es la máxima manifestación cultural de un pueblo, pues a través de los sabores conocemos mucho de cada país; todos los días consumimos platos e ingredientes de lugares de los que no conocemos casi nada más; comemos pizza, espaguetis, lasaña, mozzarella y montones de alimentos italianos pero poco o nada sabemos de su cultura. Lo mismo pasa con muchos platos del mundo que se volvieron inventario de la cocina universal, pero su origen se perdió en el tiempo, por eso nadie piensa en China cuando come arroz ni en Bélgica con las papas fritas.
Es indudable que países como Francia, Italia, Japón, India, México o Tailandia le han aportado montones de sabores a la gastronomía universal, pero cada vez carece más de sentido la comparación. Para mí, creer que tal o cual cocina o plato es mejor, es lo mismo que asegurar que son más bonitas las monas que las morenas. ¿Más bonitas para quién? ¿Qué es mejor: un mamey o un aguacate? Algunos todavía creen que Miss Universo es la mujer más bonita del mundo, así como otros aseguran que es mejor el cebiche peruano que el colombiano. ¿Mejor para quién? De lo que si estoy convencido es que es casi imposible igualar los sabores propios de cada región en otros países. Por eso, una bandeja paisa en París es detestable y no se parece en nada a la original, pues algunos ingredientes y recetas se pueden exportar, pero no el espíritu, la sazón, la personalidad, el clima, la presión barométrica, la acidez de la tierra, la alegría tropical y tantos otros factores que inciden en un sabor. Me da risa la emoción que sienten algunos pagando caro por un cebiche peruano de tilapia cultivada en San Jerónimo, con limones de La Pintada, ají del Carmen de Viboral, ajo de La Ceja, cilantro de Rionegro, cebolla del Peñol y chócolo de paquete fabricado en Itaguí; no lo cambio jamás por uno cartagenero callejero con nuestros paisajes, vallenatos, señoritas agraciadas y ron con agua de coco, ahí está la Virgen. Así como tampoco cambio un buen aguardiente con mango verde por mil vinos caros, pero nos llenamos de sumilleres expertos en aguapanela.
El problema de los colombianos, y más de los paisas, es que a pesar de un regionalismo inmamable nos descrestan con cualquier cosa y nos cuesta aceptar la cantidad de maravillas que tenemos bajo nuestras narices. Es más que triste ver los parques de los pueblos llenos de panzerottis y tiramisú. Por creernos lo que no somos se nos sale la montañerada. Las fondas de carretera se llenaron de róbalo a la parmesana, traducido como basa vietnamita apanada con algo parecido a parmesano, muy perjudicial para la salud y la dignidad, pero preferimos pagar por eso que por un buen chicharrón antioqueño. En el parque del Carmen de Viboral, un bello restaurante colonial anuncia sus “fríjoles bostonianos” como la gran novedad; habrá que ver si alguien en Boston ofrece frisoles antioqueños. En algunas escuelas, los estudiantes de cocina salen expertos en ensaladitas caprés de medio pelo y brownies, pero no conocen una sopa de arroz y no saben hacer una arepa; los educan como artistas que emplatan con altura platos sosos que si acaso saben a pintura.
Además de carecer de orgullo por lo nuestro, somos fatales para el trabajo en equipo. Muchos no encuentran un argumento de venta distinto que hablar mal de los demás. Sin unión, sin sector, sin gremio, no hay futuro posible. Nuestra cocina no es mejor ni peor que ninguna otra, es la nuestra. Nos sobra aptitud pero nos falta actitud. Miremos hacia adentro para descubrir nuestro tesoro y no nos dejemos descrestar más, que lo único que hacemos es mostrar el cobre. Espero sus comentarios en [email protected]
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