/ José Gabriel Baena
Una noticia me sobrecogió hace pocos días. Un diario local informaba que alguna junta de vecinos de una unidad residencial se proponía establecer en su Manual de Convivencia la prohibición perentoria de fumar en los balcones, alegando los manidos asuntos de la salud, la contaminación, etcétera. Cuando alguien, decían, fumaba tranquilamente en su balcón, mirando los árboles, los crepúsculos, el humo “se subía y se metía” por los apartamentos de arriba, causando toda clase de males a abuelitas, perritos de soltera, suegras. Me pregunto si el humo de un cigarrito es mucho más peligroso que cuando uno aspira los humos insoportables que salen de la cocina como el de los sancochos, los mondongos y otros menjurjes paisas. Con esta lógica, debería también prohibirse cocinar en la cocina. ¿Estamos? ¿Y por qué también, entonces, no prohibir las deliciosas fumaredas que se elevan al cielo (y se “entrometen” a los apartamentos) desde un asador con carbón de leña, cuando el vecino del primer piso que tiene su jardincito organiza una amable fiesta de amigos? Debo decir que no tengo balcón ni mucho menos asador, pero que sí me fumo mis cigarros junto a las ventanas de la sala, el comedor, mi estudio de contemplación y en el banquito de la cocina, y nadie me lo ha reprochado nunca.
Este asunto es grave, y para ello me permito traer a colación, para muchos que no lo han leído jamás, un delicioso texto de Lin Yutang, el último gran filósofo chino del siglo 20, sobre Del fumar, el vino y el incienso. Resumo de mi ejemplar de La importancia de vivir (1952): El mundo se divide hoy en fumadores y no fumadores. Es cierto que los fumadores causan alguna molestia a los no fumadores, pero tal molestia es física, en tanto que la molestia que los no fumadores causan a los fumadores es espiritual. Por mucho que me gusten las personas razonables, odio a los seres completamente racionales. Por esa razón estoy siempre atemorizado e incómodo cuando entro en una casa donde no hay ceniceros. Suele ocurrir entonces que la habitación sea demasiado limpia y ordenada, que los almohadones estén en su debido lugar y que la gente sea correcta y no emotiva. E inmediatamente debo asumir mi mejor comportamiento, lo cual significa el comportamiento más incómodo. El hombre que tiene una pipa en la boca es el hombre que atrae mi corazón. Es más afable, más sociable, tiene más indiscreciones íntimas que revelar, y a veces es muy brillante en la conversación, y de cualquier modo se me ocurre que gusta de mí tanto como yo gusto de él. La pipa extrae sabiduría de los labios del filósofo, y cierra la boca del tonto; genera un estilo de conversación que es contemplativo, pensativo, benevolente y llano… Y, lo más importante, un hombre que tiene una pipa en la boca es siempre feliz y, al fin y al cabo, la felicidad es la más grande de las virtudes morales. Maggin dice que “ningún fumador de cigarros se ha suicidado jamás”, y es aún más cierto que ningún fumador de pipa disputa jamás con su esposa. La razón es perfectamente clara: no se puede tener una pipa entre los dientes y gritar a la vez a todo lo que da la voz… Según Haldane, el gran bioquímico inglés, fumar se cuenta como uno de los cuatro inventos en la historia de la humanidad que han dejado una honda influencia biológica en la cultura humana… Cierro estas líneas mientras mi cigarro, al borde de mi escritorio de madera, termina sus siete minutos de vida dejando una querida huella, tal como lo aconsejaba el Maestro Yutang.
[email protected]