/ Álvaro Molina
Con el boom culinario mundial sumado al de la construcción de Medellín, la oferta local de restaurantes ha crecido más del 400 por ciento en menos de 10 años. Pero así como se abren, se cierran, pues es un negocio mucho más difícil de lo que se cree. Tener un restaurante exige mucho de pasión, dignidad profesional, talento, investigación, persistencia, estudio, creatividad, paciencia, compromiso, sacrificio, sazón y, sin duda, cierta dosis de estoicismo.
Hay dos tipos de restaurantes: los de cocineros y los de inversionistas. Los primeros se preocupan porque los comensales salgan felices, los segundos por las utilidades. Los primeros aguantan años, los segundos se retiran apenas se dan cuenta de que su dinero está en el lugar equivocado, ya que estos negocios no son como parecen cuando los ven llenos los fines de semana, y no ven –porque no van– que la mayoría de días, con contadas excepciones, la ocupación se reduce al mínimo. Poca gente se imagina el desconsuelo y la preocupación que se sienten cuando pasan los turnos con las mesas vacías. A veces solo entran los proveedores a cobrar; es como un despecho en la cuenta bancaria.
Por eso me duele tanto la carencia de gremio y de unión en el sector… todos tenemos hijos que alimentar, servicios públicos que pagar, familias que sostener. Me da indignación y tristeza que haya cocineros que se hagan llamar chefs, que se burlan o insultan a sus colegas, casi siempre motivados por el resentimiento o la envidia. Al que le va bien, por lo general nunca se le oye hablar mal de los colegas; por el contrario, muchos que no han podido salir adelante, son felices tratando de hacer quedar mal a los demás y no tienen argumentos distintos de venta. Nadie se imagina la tristeza que se siente cuando uno lee un insulto o una burla en las redes esperando que bastantes se unan con “likes” cuando a lo mejor se lo pudieron decir a uno en privado. Yo llegué a una etapa de la vida en que prefiero ser amigo de todo el mundo.
Me la paso hablando con colegas, ahí está la Virgen, muy amigos, y el sentimiento general es la gran dificultad que tenemos para sacar adelante estos negocios. A casi todos nos pasa que al final de mes, después de pagar proveedores, gastos, nómina y montones de cuentas, no nos queda casi nada y muchas veces solo el sobregiro; nos mantiene la pasión y el amor por lo que hacemos ya que gran parte ni salario nos pagamos, de ahí que me encante la frase de mi ídolo Adolfo Podestá: “El número de socios de un restaurante debe ser impar y menor de dos”. Pocos negocios dan para repartir entre varios, lo que pasa es que cuando se va a abrir, se calcula la operación como si se fuera a mantener lleno, lo que al principio puede ser fácil; otra cosa es cuando pasa el tiempo y los comensales se empiezan a mover buscando otras propuestas; nadie puede cantar victoria antes de dos o tres años, pues alcanzar la cima nunca será tan difícil como sostenerse. Pasa como en el amor, al principio todo son besos, rosas y chocolates…
Como colegas debemos aprender a referirnos a los demás: “no me gusta esa comida”, “seguramente ese día me fue mal”, “no lo conozco porque no he ido”, muy distinto a: “ese negocio es una porquería”, “ese cocinero es muy malo”, “ese ignorante no sabe ni abrir un vino”. Solidaridad, amigos; a todos nos llega la cuenta de los servicios y todos nos desvelamos para pagarla. En todo caso, si es para hacerse rico, antes de meterse en un restaurante, piénselo bien.
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