A propósito de las huellas del vandalismo, un repaso a la Teoría de las Ventanas Rotas, que ha servido para sanar las cicatrices urbanas en muchas ciudades.
Las calles de la ciudad exhiben las huellas de quienes las hemos vivido o caminado. Algunas son perennes, porque cuentan historias que trascienden; otras, cicatrices; y otras, raspones efímeros que solo dan cuenta de momentos difíciles. El espacio público, el espacio de todos, debe tener siempre la capacidad de sanar esas heridas, así como lo hacemos los ciudadanos que lo habitamos.
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En las jornadas de paro nacional de este año, algunas personas sobrepasaron la línea entre la protesta justa y la violencia: entidades bancarias, centros comerciales, negocios grandes y pequeños sufrieron la intransigencia de los vándalos. Y, como nunca había pasado en la ciudad, fueron violentadas las barreras del Metro y de entidades culturales y sociales que están en el corazón de los medellinenses.
Varios meses después, en algunas calles persisten los raspones. A modo de ejemplo, un tramo de la avenida El Poblado, entre las calles 22 y 26: plásticos cubriendo las vidrieras destrozadas de una notaría, graffitis ilegibles en las puertas de los negocios, insultos en la pared de una gran tienda de descuento.
La teoría de las ventanas rotas sirvió para implementar una exitosa estrategia de cultura ciudadana en Nueva York.
En 1969, Philip Zimbardo, un profesor emérito de la Universidad de Stanford, Estados Unidos, realizó un experimento de sicología social: en dos sectores muy distintos de Nueva York dejó un carro abandonado, con un vidrio roto, para ver cómo reaccionaban los vecinos. En ambos lugares, con intervalos de tiempo diferentes, los habitantes tuvieron la tentación de destruir y desvalijar el vehículo. El experimento derivó en La teoría de las ventanas rotas, publicada años más tarde por George L. Kelling. El planteamiento de esta teoría es tan sencillo como contundente: “Un vidrio roto en un auto abandonado transmite una idea de deterioro, de desinterés, de despreocupación que va rompiendo códigos de convivencia, como de ausencia de ley, de normas, de reglas…”.
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La teoría de las ventanas rotas sirvió para implementar una exitosa estrategia de cultura ciudadana en el metro de Nueva York. Posteriormente, en 1994, se convirtió en la clave de la política pública de seguridad y convivencia de esa ciudad, que derivó en una disminución sustancial de los índices criminales.
Hay un nivel de corresponsabilidad en el manejo del espacio público. No solo es necesario rechazar con contundencia los actos vandálicos que atentan contra el patrimonio de todos.
Como ciudadanos, nos corresponde también aportar nuestro grano de arena para que la ciudad avance. Hay muchas ventanas rotas hoy en Medellín que pueden ser reparadas. Mientras le exigimos a la alcaldía que vuelva a atender los jardines de la ciudad, resuelva el tema espinoso de las basuras, tape los huecos de las calles y arregle los semáforos, podríamos también solicitarle a la notaría de la calle 22 que repare sus vidrios, a los propietarios de los almacenes que limpien sus garajes, y al almacén de cadena que le dé una mano de pintura a sus paredes. Se llama civismo.