En el antiguo cementerio de El Poblado, en el barrio Manila, no ha habido entierros desde el año 2009; desde entonces, solo acepta restos y cenizas.
El cementerio de El Poblado, localizado en el barrio Manila, recibió cuerpos hasta el año 2009, cuando la curia dijo “a partir de ahora no se enterrará ningún cuerpo más”. El último fue el de una señora de apellido Torres, el 29 de agosto. Desde aquel año solo se aceptan restos y cenizas de cremaciones. Esto lo cuenta Víctor Zuluaga, quien lleva casi 40 años trabajando para la parroquia San José de El Poblado y su tarea es cuidar y mantener el cementerio en buen estado.
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“Recién llegado uno se asustaba un poco” sigue contando don Víctor. “Pero ahora soy feliz trabajando ahí. Nunca he tenido ninguna mala experiencia; solamente sentí unos pasos, alguien taconeando; pero nunca más volví a sentir ruidos”. Los problemas, dice, “han sido con los vivos que lloran, hablan duro, gritan…. Y en algunas ocasiones, peleas de borrachos, peleas entre familias… pero también entierros muy bonitos, con canciones, mariachis”.
Recientemente, el jardín del cementerio sufrió con la cuarentena por el COVID19. Pero ahora que ya ha pasado el tiempo, el trabajo de los operarios de oficios varios, incluido don Víctor, está centrado en recuperarlo para que vuelva a tener su cara amable y bonita. Sin embargo, esto no siempre fue así.
A finales del siglo XIX y siguiendo por la calle Medellín se encontraba el antiguo cementerio. Así lo narra Carlos Javier Tabares, en La historia de mi barrio El Poblado: “Eso sí que era cosa fea, era como un potrero. Para poder enterrar el muerto primero había que echar machete y así despejar el camino, porque si no se llenaba uno la ropa de cadillos”. Más allá seguían varias fincas y luego los tejares de don Emilio Posada. El resto eran cañaduzales y mangas.
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Aquel fue el primer cementerio que tuvo la parroquia San José en el sector de El Aguacatal, como en aquel entonces se conocía El Poblado. En el libro Del Poblado de San Lorenzo de Aburrá a la Parroquia de San José del Poblado, de Javier Piedrahita Echeverri, se narra que en 1876 aparecieron unos vecinos quejándose del mal olor que emanaba el cementerio. Además, era estrecho y estaba situado a las afueras del pequeño caserío y en la parte superior de la calle. Entonces, se propuso al Concejo de la ciudad que estudiara la localización para uno nuevo. Tiempo hubo de pasar y papeles que firmar y negociaciones qué acordar hasta la construcción del nuevo cementerio, el que existe hoy.
Desde las primeras décadas del siglo XX y hasta aproximadamente 1930 los restos se llevaban hasta el cementerio en tablones de madera y encima de ellos los tarimeros amarraban a los muertos. De nuevo la historia narrada por Carlos Javier Tabares: “El tarimón era lo más impresionante de la vida, ponían al muerto brincando encima. Los sacerdotes iban por el muerto a la casa y después de haberle hecho las exequias lo acompañaban hasta la tienda de José Pablo Saldarriaga. Si el muerto era rico, con ‘rosca’ o que la parroquia le debía algo, las exequias eran celebradas con tres sacerdotes y lo llevaban hasta el cementerio, pero si era pobre, las exequias eran celebradas por un sacerdote y lo acompañaban solo hasta la tienda de José”.
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El padre Betancur, el padre cascarrabias como lo llamaban los niños, llegó en 1963 y lo primero que hizo fue remodelar “ese muladar de cementerio, por lo que hubo muchos problemas, pues todo el mundo en El Poblado quería que le devolvieran sus bóvedas, porque aquellas fueron cambiadas por osarios y otras no aparecieron. De todas formas, eso fue un desastre, pero fue una obra muy bien llevada que necesitaba El Poblado“.
En los años 80 ingresó don Víctor con la misión de mantener en buen estado el cementerio de El Poblado y así lo ha cumplido devotamente. “Trabajé para siete párrocos y con todos me he llevado bien, así será hasta la final”.