/ Esteban Carlos Mejía
Esta vaina pasó hace años, cuando Rodrigo “el Mono” Saldarriaga y yo éramos unos bebés. El Mono tenía, si mucho, 26 años, melena de hippie y fuego en el alma, inextinguible hasta con la muerte. Yo era flaco y gafufo, pichón de escritor. Sábado a media tarde, en vueltas del partido: repartir invitaciones, llevar propaganda, recoger pendones. Cosa rara, andábamos en coche, una vieja tartana Ford, verde botella, modelo 48, dos puertas, pesado como una ballena y lento como una tortuga. El dueño era un parlamentario del Movimiento Amplio Colombiano, MAC, grupo desprendido de la Anapo del general Rojas Pinilla y aliado del Moir en aquellas elecciones de 1976, tan remotas que parece como si nunca hubieran ocurrido. Nos había prestado el carro con máximas recomendaciones: cuidado con la palanca de cambios, respeto a las normas de tránsito y cariño debido a la experiencia. “Está viejito, pero todavía funciona… como yo”, nos dijo, no sin socarronería, más para disimular el susto de cedernos semejante joya que para lucir su hipotética virilidad.
Adelante iba Rodrigo, jefazo desde siempre, y al volante este servidor, con el pase vencido. ¿Héctor Lavoe en el radio? Subíamos por Ayacucho, entre Bolívar y Palacé, cuando la tartana empezó a corcovear y se apagó. Avanzó unos metros hasta pararse a la entrada de una rampa hacia el sótano del Banco de la República… el sótano y la bóveda, supongo. La puerta, abajo, se veía impenetrable, y una cámara de televisión monitoreaba la calle. Di start tres o cuatro veces, pero el Ford no arrancó. Rodrigo se bajó a empujar, de mala gana. Logramos meter el carro a la rampa y lo dejamos rodar. Solté el clutch, a ver si prendía. Cómo no. De repente, mientras empujaba, el Mono se enfureció conmigo y empezó a gritarme los dos peores insultos del altisonante vocabulario moirista: “¡Rémora! ¡Pequeñoburgués!” Dejé que el carro cogiera impulso y volví a soltar el clutch. Una humareda negra y apestosa salió del mofle y embadurnó de hollín al Mono. “¡Cucarrón!”, tosió el Mono. “¡Otra vez vestidos de amarillo!” Frené en seco a metro y medio de la puerta blindada del sótano del Banco, ante la mirada atónita de la cámara. Los vigilantes empuñaron las escopetas, sin apuntarnos: nos veíamos tan patéticos que ni el más pendejo nos habría confundido con un par de atracadores. “¡Otra vez vestidos de amarillo!”, volvió a gritar el Mono. “¿O sea?”, dije yo, empapado de sudor, aunque no había pujado como él. “No somos lo que parecemos ni parecemos lo que somos”, explicó, mientras se montaba al carro, el mal genio en el olvido. Echamos reversa, cuesta arriba por la rampa. “¿O sea?”, insistí. “No somos mendigos como parecemos ni parecemos lo que somos, ¡fogoneros de la revolución!”, y soltó una carcajada homérica, shakesperiana, pantagruélica y dichosa hasta la última jota.
Así recuerdo a Rodrigo Saldarriaga, director del Pequeño Teatro de Medellín, muerto el domingo pasado, solsticio de verano. Recio. Arrogante ante los arrogantes. Humilde ante los humildes. Sarcástico. Inteligente. Culto. Honesto. Modesto. Buen comunista. Buen artista. Buen ser humano. ¡Mi camarada del alma!
* Body copy: “Así será. Y yo estaré ahí, porque al cerrar los ojos el mundo no desaparecerá.”
Rodrigo Saldarriaga. Tercer timbre, 2013.
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