/ Álvaro Molina
Todo el tiempo me buscan jóvenes que quieren estudiar cocina, papás que no saben qué hacer o para dónde mandar a su hijo o hija que le dio por la gastronomía, profesionales de muchas carreras que en medio de su vida decidieron cambiar de trabajo para dedicarse a este oficio maravilloso, lleno de satisfacciones y dificultades como cualquier otro. Siempre los invito a charlar, pues me gusta conocer las motivaciones de cada uno antes de hacer alguna recomendación, aunque casi siempre termino diciéndoles lo mismo.
A diferencia de una profesión tradicional, la cocina es un oficio que requiere de una dosis inmensa de pasión. Las mujeres nos llevan una ventaja en este punto, ya que casi todas nacen con el espíritu de servicio y entrega propios del instinto maternal. Al contrario de lo que creen muchos que escogen cocina porque no les gustan las matemáticas o detestan estudiar, la preparación de un cocinero no termina nunca. Siempre habrá mucho más por aprender que lo que realmente se llega a saber y cualquier persona en algún momento le puede enseñar algo vital. Es importante tener claras sus metas y los límites de su ambición porque no es un oficio para hacerse rico rápidamente y una vez se empieza a trabajar es probable que descubra muy pronto los desvelos del sobregiro; los que quieren hacerse muy ricos, en vez de estudiar cocina deben escoger administración y ver más bien cómo compran una franquicia de una multinacional de comida rápida.
¿Hasta dónde llega su intención de sacrificar la vida social y la rumba? Debe saber que en los momentos en que todo el mundo está celebrando, lo más probable es que usted esté sudando, quemándose y cortándose, así que de entrada se tiene que olvidar de los días de la madre, del padre, de la Navidad, de las fiestas y de los fines de semana. Debe saber que en los cumpleaños y matrimonios, cuando todos están bebiendo y comiendo, usted estará en la cocina, consciente de que nuestra felicidad es precisamente procurar que los invitados coman y pasen rico. Para mí es muy fácil, pues desde chiquito mis papás me hicieron entender que los seres humanos que mejor pasan en la vida son los que se dedican a hacer felices a los demás.
El cocinero debe tener la humildad y la dignidad suficientes para saber que a su trabajo se entra por la puerta de atrás, por la de servicio. Debe tener la entereza para mantenerse firme y no caer en el pecado mortal de beber durante el trabajo, aunque todos afuera de la cocina estén borrachos. Nada más feo que un dueño de restaurante confianzudo que se sienta a beber con sus clientes, el camino seguro al fracaso. Debe tener cierta dosis de estoicismo ya que nadie se imagina los desvelos y tristezas que se viven cuando algo sale mal; por mi lado, he pasado varios días desconsolado cuando un cliente sale aburrido del restaurante.
La universidad es importante, pero nunca tanto como la preparación y el estudio por su cuenta. Y no es llenarse de libros para mostrar, se trata de, literalmente, devorarlos. La formación de un cocinero exige viajar a descubrir el origen de los sabores; pretender que se sabe de la cocina de un país sin experimentarla en carne propia es inútil ya que las recetas viajan pero no los ingredientes, el clima, el espíritu o la esencia; las cocinas étnicas solo se aprenden de verdad en los países o regiones de origen. Nunca se puede olvidar que el norte real de un cocinero es el sabor… es lo único memorable; las decoraciones como yerbas para botar o florecitas de cáscara de tomate son los recursos cuando no hay más argumentos.
Envidio a los que están empezando pues les espera un mundo maravilloso de descubrimientos en un oficio lleno de satisfacciones elementales como un comensal con la cara feliz o un niño que le dice: “estaba rico”. Si está buscando algo más, probablemente le irá mejor estudiando otra cosa.
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