La obra de Óscar Jaramillo en la portada de Vivir en El Poblado nos recuerda su mirada: una especie de radiografía social que nos desnuda y revela lo más íntimo de nuestra condición humana.
Creo que las obras de Óscar Jaramillo (Medellín, 1947) tienen algo particular: cuando uno las ve, no las olvida; esa es, quizá, su característica más fascinante.
No es necesario insistir en que Óscar Jaramillo es un dibujante extraordinario.
Es también un profesor excepcional que, a través de una serie de alumnos, igualmente talentosos, ha logrado que el dibujo más refinado, cuidadoso y exacto, esté presente en el panorama del arte contemporáneo en Colombia, en contra de las que muchas veces se consideran como las tendencias propias del arte actual.
Puede creerse que las obras de Óscar Jaramillo son tan inolvidables porque representan con maravillosa exactitud las apariencias de la realidad.
Sin embargo, sería fácil mostrar que, casi siempre, las pinturas o esculturas más minuciosas y exactas son las que más fácilmente olvidamos, quizá porque nuestra mente entiende que no tiene mucho sentido emplear energías vitales en recordar la representación de realidades que podemos experimentar directamente, de forma más auténtica que en cualquier representación.
En efecto, cuando se exalta el dibujo se olvida, casi siempre, que esta es una forma de arte esencialmente abstracta que deja de lado la riqueza de colores que es fundamental en nuestra experiencia del mundo: vemos en colores, pero el dibujo, y el de Óscar Jaramillo en particular, se enfrenta al reto imposible de transformar todo el arco cromático en matices sutiles que van del blanco al negro.
Es una abstracción que se fundamenta en la imaginación y en la sensibilidad, mucho más que en la representación.
Pienso que la fascinación de las obras de Óscar Jaramillo se basa en su mirada, que es como una especie de radiografía social que nos desnuda y revela lo más íntimo de nuestra condición humana. Seguramente siempre es bueno recordar que un trabajo como el suyo apareció en los años 70 como reacción contra las visiones heroicas de las tradiciones nacionalistas.
Frente a ello, Óscar Jaramillo asume la actitud de quien simplemente recorre la ciudad de Medellín y registra lo que encuentra a su paso.
Y eso que encuentra somos nosotros: ya no héroes de gestas míticas sino comunes mortales, feos o hermosos, santos o cargados de vicios, auténticos o mentirosos. Pero reales.
Por eso, según creo, las obras de Óscar Jaramillo son tan inolvidables, como para la mayoría de las personas son inolvidables las fotos que, incluso olvidadas, cuando por alguna circunstancia volvemos a verlas, nos traen de golpe los recuerdos más profundos.
Estos dibujos tocan nuestra identidad humana y social. Y, sobre todo, hacen vibrar nuestras emociones, con una fuerza y una persistencia que es, precisamente, la condición fundamental que identifica la experiencia de lo que llamamos “arte”.