/ Esteban Carlos Mejía
Hic et nunc es una antigua y feliz expresión latina que literalmente significa “aquí y ahora”. Aterriza las discusiones, calma los ánimos y nos hace sentir el presente. Yo la uso sin enfásis, más como recorderis: hablar de literatura aquí y ahora es un excelente antídoto contra el desventurado universo en que vivimos. Y además sirve para reflexionar sobre los cambios en la forma de escribir. Bueno, no tanto en la forma como en la actitud ante la escritura.
Cuando tenía 25 años (hace un ratico), escribir era un compromiso, un desgarramiento, una agonía sin fin. No era fácil y, para ajustar, te la ponían difícil. Mucho más si querías que la escritura fuera tu oficio o tu proyecto de vida, según dicen los manuales de autoayuda. La gente te prevenía de buena (o mala) voluntad: “El que escribe pa’ vivir, ni escribe ni vive”. Y entonces uno, ignorante e ingenuo como siempre, escribía al escondido, se acordaba del compromiso y se angustiaba hasta la ofuscación. ¿Compromiso con qué? Había que reflejar la realidad. No re-crearla ni re-inventarla: reflejarla, ni más ni menos. ¿La literatura era espejo o espejismo? Sabrá el diablo. Hacer un reflejo realista de la realidad. Lo proponía, incluso, el mismo Cortázar, cronopio y tal. Y Sabato y Vargas Llosa y Carpentier y Carlos Fuentes. Había esguinces, claro está: el Macondo de García Márquez, la Comala de don Juan Rulfo, la Santa María de Onetti. El boom latinoamericano era una novedad pero también un corsé. ¿Y el desgarramiento? ¿Cómo ser escritor mientras afuera, lejos de tu máquina de escribir, Colombia estaba a un paso de la revolución? Militancia, marxismo-leninismo pensamiento Mao Tse-tung, postexistencialismos, antiintelectualismo. En fin, en esa época escribir era un dolor de cabeza.
Ahora, hoy en día, abril de 2014, la cosa es distinta. Solo unos pocos quieren cambiar el mundo. Los demás, la gran mayoría, quieren sacarle jugo, exprimirlo, aprovecharlo. ¿Quién no? Los jóvenes escriben por gusto, sin pactos ni alienaciones. Y leen por placer. No tienen afán en publicar: gozan tanto escribiendo que para qué afanarse en la vida. Escriben y reescriben. Bueno, escriben más de lo que reescriben. Ya aprenderán. Su único compromiso es consigo mismos, hedonistas de la literatura. A algunos tanto epicureísmo les chocará. A mí me da envidia, aquí y ahora.
* Día tras día. La efeméride literaria de esta semana es triste. El 3 de abril de 1991 murió en Vevey, Suiza, uno de los más grandes escritores de mis años 30: Graham Greene. Británico, bipolar, católico, mordaz, inteligente. No le quisieron dar el Nobel, pues los burócratas de la literatura jamás le perdonaron que escribiera nouvelles de entretenimiento. ¡Pero qué creación! ¡Qué esparcimiento! Fui (soy) su lector más feroz. A cada rato vuelvo a sus libros más rotundos e inolvidables. Por ejemplo, El americano impasible, El poder y la gloria, Nuestro hombre en La Habana, El revés de la trama, El factor humano, El cónsul honorario. Mejor dicho, todos. A diferencia de los yupis que se pasan dizque rompiendo paradigmas, a mí no me interesa superar el ejemplo de Graham Greene. Por el contrario, me arrodillo ante su altar y le suplico de corazón que me inspire a escribir como él. Aunque sea una noveleta de entretenimiento. Graham, Graham, Graham, ¡hazme el milagrito!
** Body copy. “¿Quién soy yo? ¿El de hoy, vertiginoso, el de ayer, olvidado, el de mañana, imprevisible? ¿Qué cosa más impalpable que el alma? Si me vigilo para escribir, la vigilancia me modifica; si me abandono a la escritura automática, me abandono al azar.”
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Una tarde con Ramón Bonavena, en Crónicas de Bustos Domecq, 1967.
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